sábado, 6 de junio de 2009

Abzurdah 1 capitulo!!


Uff… que difícil empezar a escribir un libro. Bueno, tendría que presentarme. Antes de decirles mi nombre les voy a decir quién soy. O quién no soy mejor: no soy normal. No soy una mujer a quien las cosas le fueron difíciles en la vida, nunca me tocó sufrir problemas de dinero, ni problemas de divorcios de padres, ni problemas escolares, digamos que siempre tuve una vida lo suficientemente calma como para aburrirme hasta límites insospechados. Lo cual no quiere decir que haya tenido una vida perfecta: muy por el contrario: creo que tanto aburrimiento y tanto “no pasa naranja” me llevaron a angustiarme por la nada misma. Bueno, tendría que tener un par de charlas más con Néstor que es quien verdaderamente sabe de qué color es el repollo.
El tema es que en vez de jugar a las Barbies yo leía cuentos. Infantiles y no tanto. Recuerdo tomar los libros que mis padres dejaban olvidados encima de mesas o pianos. Pero por sobre todas las cosas: no tenía amigas. Literalmente y no estoy exagerando, no tenía una puta amiga. Siempre fui demasiado buena, creo que ese fue mi problema. Lo que decían de mí me afectaba absolutamente demasiado y, seamos sinceros, los comentarios de los infantes pueden ser muy destructivos. Sobretodo si tenés doce años y pesas 64 kilos.

Sí. 64 kilos. Medía poco más que un ficus enano y ya pesaba más que mi viejo. Era candalosamente gorda. Abominable. Bueno, no tanto, pero esa imagen pensaba YO que los DEMÁS tenían de mí. Hasta hace poco creí que mi imagen personal era buena, que mi autoestima era elevada y reposaba en límites correctos o esperados. Pero después me di cuenta de que no era que no tenía amigas porque era gorda: sino que era gorda porque no tenía amigas. Espero que se entienda. Es decir, no me gusta explicar mucho todo. Soy más de tirar y esperar a que se entienda, pero como recién estamos empezando, prefiero explicar, solo por las dudas. En realidad yo no me veía mal, pero sí me sentía mal entonces todo lo que hacía era COMER. Mis compañeras del colegio jugaban a la soga y yo comía, mis compañeros jugaban fútbol y yo comía, ellos eran perfectos alumnos y yo comía. Mientras ellos juntaban flores yo me enamoraba estúpidamente de Federico Rodríguez, un compañerito con anteojos que nunca me iba a dar bola. Simplemente porque pesaba 64kgs y seriamente: porque era rara. Y sí. Era la preferida de los profesores, nunca faltaba a clases, me pasaba los recreos caminando sola por el colegio sin emitir palabra y tocaba piano como los dioses.
Una nena que creció leyendo Bécquer mientras sus compañeras jugaban a ver quién se pintaba los labios del color más lindo, no es normal. Y nunca invité a una amiga a mi casa, nunca, nunca, nunca. Nunca me llamaron por teléfono (quizás de ahí mi quasi- fobia telefónica). Pero no exagero. Creo que ni yo me sabía mi teléfono de memoria. Bueno, era rara, simplemente, atrozmente rara. No solamente porque no tenía los mismos hábitos que todas las demás sino que era bastante acomplejada gracias a mis viejos y compañeritos del colegio.
Dos ejemplos rapidísimos:
Verónica. ¡Cómo olvidarte! En algún momento pensé que era mi amiga. Resultó ser una imbécil, como todas las demás. Y además, protagonista de uno de los peores recuerdos del maldito primero colegio al que fui. Ella delgada y morena. Yo cuasi obesa y blanca como los dientes de mi gato. Una profesora pidió a alguno de los alumnos que le alcanzase por favor la guitarra que estaba detrás de un mostrador de madera. Para acceder a la guitarra había que pasar por un estrecho (bueno, no tan estrecho) espacio entre pared y mostrador. Yo, voluntariosa y alumna predilecta, me levanté para alcanzar la guitarra y sucedió lo obvio. No pasé. Era un tanque, admitámoslo. Verónica, morocha, graciosa, con una sonrisa resplandeciente y delgada como una arruga se acercó dando saltitos al cántico de: “yo voy a Slim, voy a Slim, yo voy a Slim, voy a Slim”.
¿Qué más puedo agregar? Slim es una empresa de farsantes que dicen que te hacen adelgazar con geles y masajes extraterrestres y Verónica es una pelotuda por cantar esa canción con una chica obesa al lado. Y alcanzó la guitarra. Y yo me puse colorada. Y a llorar, supongo. Invento, porque no me acuerdo. Es imposible, si me acordara de todas las humillaciones por las que pasé no tendría que estar viva en este momento. Bueno, como si no hubiera intentado auto-eliminarme.
Enrique. Esta es la peor. Todavía no les conté pero me cambié de colegio cuatro veces. Verónica y Enrique pertenecen a mi primer colegio. Yo ya me había cambiado al segundo colegio pero como mis primas seguían yendo al primero, decidí pasar a visitar. Sobretodo porque después de intentar convencerme para que no me cambien las maestras no tuvieron mejor idea que pedirme que las fuera a visitar. Entonces fui al maldito Pedagógico y sentí el olor de la humillación. Estaba más gorda que nunca. Me habían crecido unos pechitos de grasa que eran bastante desagradables. Era verano pero tenía vergüenza de mostrar mi cuerpo entonces tenía una remera de mangas largas. Todavía no usaba corpiño así que mis tetitas eran absolutamente antiestéticas. Me sofocaba el calor. No miento, me sofocaba. Entré sigilosamente al aula y no había nadie. Fui al patio y los vi a los chicos jugando al fútbol: sorpresivamente estaban acompañados de las chicas. En mi cabeza y hasta ese momento siempre había sido muy femenina, o al menos creía que lo era. No se me cruzaba por la cabeza la idea de jugar al fútbol, eso es cosa de hombres. Me invitaron a jugar y me negué (otra vez excluida). Me quedé sentada cortando pastito del patio del colegio; y digo patio para no tener que explicar que eran varias hectáreas de hermoso parquizado, lleno de árboles, pinos y demás. Después todos se fueron a trepar árboles: peligro. No sé trepar árboles. Es decir, sí sé, pero nunca me animaba. Tenía la estúpida idea de que el árbol no iba a poder soportar mi peso. Y de hecho... sentía que las ramas se derretían debajo de mí. Es por eso que otra vez, mientras todos los demás subían a los árboles y jugaban a ver quién llegaba más alto, yo quedaba excluida. Abajo. Con las hormigas. Y los seres humanos arriba. Y yo abajo.

El tema es que después se cansaron de los árboles y caminamos todos juntos por entre los árboles arrancando hojitas y pastos y buscando flores de sapo (así les llamábamos a las amarillas chiquitas q apestan). Me sentía bien. Todos estábamos abajo. Cuando de repente Enrique no tuvo mejor idea que hacer un comentario filoso. ¿Ya les dije que me gustaba Enrique? Por eso cuando me miró y abrió la boca mi corazón se empezó a mover con más ganas (además de que estaba caminando a una velocidad considerable para mis 64 kgs. de grasa). Enrique me miró y me dijo: “Y pensar que cuando éramos chicos eras la más linda. Eras hermosa”. Yo me sonrojé y dije bajito “gracias”. Entonces Enrique prosiguió: “¿Cómo cambia la gente, no?”.
Mi mundo se disolvió. Esperé unos cuantos minutos antes de ponerme a llorar. Esperé estar sola, claro. Quizás si alguna vez después de este libro me cruzo de nuevo con Enrique o Verónica o alguno de los otros, me digan que no recuerdan para nada estas anécdotas. Así es el ser humano: subjetivo y con memoria selectiva. No recuerdo mucho acerca de ese colegio ni de sus integrantes; pero cuando mucho después me preguntaban por qué era anoréxica y no me creían que había sido gorda, yo pensaba para mis adentros: “ja... pregúntenle a Verónica o a Enrique”.

Y siguiendo con mis traumas, recuerdo a mis viejos. No es que nunca me hayan apoyado, nada que ver. Siempre dispuestos a ayudarme y cumplirme los caprichos. Soy la perfecta caracterización de la hija única de padres de clase media-alta argentina con descendencia italiana y española. Bueno, hija única fui hasta los 5 años cuando se le ocurrió nacer a mi hermano. En fin, la cosa es que nunca dejé de ser hija única, no porque mis hermanos no existieran sino porque yo tengo siempre diferentes necesidades. Me llevo 5 años con mi hermano y 6 con mi hermana, es decir: nuestras necesidades son diferentes.

Escena 3. noche. Comedor diario.

Sentados a la mesa mis viejos, mis hermanitos y yo. 13 años tenía en ese entonces. Seguía pesando 64, claro.
“dejá la mayonesa”- dijo papá
“¿por qué?”- pregunté inocentemente.
“porque engorda mucho”- me dijo.

En aquel momento mi mente infantil no me dejó leer entre líneas pero el episodio fue lo suficientemente perturbador para que 9 años después lo siga recordando. Mi papá me estaba diciendo que estaba gorda, pero como siempre en mi casa: las cosas no se dicen directamente. No sabemos decir las cosas directamente, es decir: adentro de mi casa. Porque afuera cada uno tiene una personalidad completamente diferente. De todas maneras, no quiero irme por las ramas porque es lo que siempre hago y voy a terminar el capítulo hablando de lo mucho que me gusta hablar en inglés o andar a caballo, en caso de que me gustase. De hecho, me gusta. Pero es otro tema.
Vuelvo con mis viejos. No, mejor hago un capítulo aparte de aquello. Aquella noche no dejé la mayonesa pero tampoco dejé de pensar en la cara de mi mamá mirando comer mayonesa casi son asco y arcadas y en por qué ella siempre, siempre, siempre comía ensalada. Lo que nunca me cuestioné era por qué ella era esquelética y yo obesa. No lo tenía en cuenta, yo estaba bien. El tema es que mis viejos me tiraban abajo. Me decían qué tenía que comer y qué no. Se empezaron a preocupar por mi aspecto físico pero jamás se preocuparon porque yo no tenía amigas o porque leía demasiado o porque no recibía llamadas telefónicas ni quería festejar mis cumpleaños. Esas cosas parecían no interesarles y se escudaban bajo la oración: “es que es una nena especial”.
Especial. Eso fui siempre, o al menos eso escuchaba que se hablaba de mí. Eso me hicieron creer, o eso querían que yo escuchara, o eso querían que los DEMÁS escucharan.
Especial. Entonces me hacían tomar clases de piano. A los 5 años mi abuela (mamá de mi mamá y concertista) me empezó a llevar a sus clases de piano y poco después empecé a tomar clases. No es por ser vanidosa pero era muy buena. Aprendía las notas de memoria, tanto que nunca tuve que aprender a leerlas en un pentagrama (algo que más tarde me costó caro cuando quise retomar el tema del piano). Así me podía aprender sonatas, sonatinas, o conciertos enteros de memoria. Me cansé de escuchar que tenía un oído increíble y que si me dedicaba a eso iba a llegar muy lejos. De hecho, sí. A los doce o trece años di un concierto donde toqué algo de Chopin, Bach o el boludo de turno. Tengo esa parte de mi vida tan borrada que dar detalles sería mentir burdamente. Lo cierto es que tengo el folleto de mi concierto en algún lugar de mi placard y también es cierto que estoy demasiado cómoda en este momento como para ir a buscarlo. Si estuviera la empleada doméstica le pediría que lo busque por mí. Aunque no estoy segura de que sepa lo que es un folleto de esta índole. Además es una metiche y me va a preguntar para qué lo necesito y me va a preguntar por qué ya no toco piano y no suelo darle explicaciones a la gente. Así que mejor no le pido nada. Aunque ni siquiera está, pero si estuviera acá tampoco le pediría algo. De todas maneras es un dato estúpido. ¿Qué importa?
No solamente era una excelente alumna de piano, sino que era el orgullo de mi familia. Mis hermanos eran todavía demasiado chicos como para tocar un instrumento (y a decir verdad, nunca les exigieron demasiado) así que yo era el tentempié de la casa. Siempre que venía algún invitado me pedían que toque una invención de Bach o alguna sonata, lo cual no me gustaba ni un poco, pero lo hacía. Me querían porque tocaba piano, estaba bien, tenía que hacerlo. Y ahora bien, si mi memoria no me traiciona lo que tocaba hasta el cansancio era Bertini, Heller, Cimovosa, Czerny y más tarde Chopin y Piazolla.
Además de piano me mandaron a tomar clases de tenis. Ahora deduzco que querían hacerme bajar toda la grasa. Así que tomé clases durante mucho tiempo y era buena. ¿Ven? Eso es lo que siempre me molestó: ser buena en todo lo que quería hacer, o mejor: en lo que me mandaban hacer. Porque si apestaba quizás me dejaban dejar de hacerlo pero era muy buena en todo.
Mis habilidades eran muchísimas: danzas, bailes de todos tipos, tenis, piano, natación, inglés. A los nueve años empecé a estudiar inglés y poco más tarde a nadar en un club. Era excelente en inglés y mucho más buena en natación. Pronto empecé a competir en torneos y gané todas las competencias. Excepto una. Y me acuerdo que mi “rival” era una chica mucho más grande que yo. No estaban bien definidas las categorías, no había forma de que le ganase a ese delfín de dos metros de altura. Perdí y no volví a nadar en ningún torneo. Sí, tengo miedo al fracaso. Por eso odio los exámenes y odio que mucha gente lea este libro y pueda criticarme. Pero con el tiempo y con los retos de mi vida me di cuenta de que lo que piensa la gente no me interesa, o que al menos puedo fingir que no me interesa y puedo hacer que la gente crea que soy autosuficiente. Lo cierto es que me interesa por demás de la línea de lo normal o esperado. Sí, claro. Siempre excediendo esa línea. Esa soy yo: Cielo, la que excede los límites de lo normal. Pocas veces para bien.

5 comentarios:

  1. esta buenoo el libro me gusto arto ademas es muy real, espero que lo sigas publicando.

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  2. sisis nena obvio todas las prin.. espero que se identifiquen con esta chica como lo hize yo y ahi les dejo otro capitulo....

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  3. Tengo un problema muy parecido al tuyo. Me gustaria que porfavor me agregues al meil. juliana-orsi@live.com.ar

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  4. hola... me parecio bastante bueno tu libro.. muestra una realidad q hoy en la actualidad muchos vivimos ... es mas yo soy una persona bulimica hace casi 5 años,, y tengo q seguir luchando para q la sociedad m acepte... la verdad es muy dificil superar este problema... besos saludos...

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  5. me parecio super bueno este libro creo que muchas prin.. deberian publicar sus historias e identificarnos con ellas las adoro prinss:D

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