sábado, 6 de junio de 2009

2 capitulo!!


Batata Macabra

Sí, ese es mi nombre. Cielo. Poco común, pero claro: no podía llamarme de otra manera. Era previsible que mi nombre no podía ser común, tenía que ser especial. A veces me pregunto si me castigaron por toda mi vida mis viejos al darme ese nombre. Quizás si me hubiera llamado Florencia o Marta no me hubieran sucedido mitad de las cosas que me tocó vivir, sufrir, negar, experimentar, etc. Así que mi nombre es especial, como yo (según mis padres). Sí, ahora tengo amigas (y de las mejores) pero ellas no creen que sea especial, simplemente que estoy loca. “Una loca linda” como está de moda catalogar a los retorcidos mentales para que no se violenten. Y no es que yo crea que soy una retorcida. Sí, a decir verdad creo que soy una retorcida, pero concuerdo con mis amigas: no puedo hacerle daño a nadie. Solamente a mi misma o a otros por medio de mí. Llegó una época en mi vida cuando en vez de enojarme con alguien me castigaba a mi misma para afectar a ese otro alguien. Pero eso viene más tarde. Sostengo que todavía es temprano.

Después de las experiencias de mi primer colegio mis viejos decidieron mandarme a otro. El segundo colegio al que fui lucía mucho más como un colegio normal que el anterior. Los alumnos llevaban guardapolvos blancos y se sentaban en los famosos “bancos” o “pupitres” de los que tanto había oído hablar pero nunca había visto. Vale aclarar que en el Pedagógico (mi primer colegio) nos sentábamos en alfombras y en posición “chinito” haciendo una ronda. Escribíamos en el piso y no teníamos pertenencias. Era el comunismo hecho colegio. Nunca te enterabas si tu compañerito tenía plata o no porque no lo veías vestido de ninguna manera. Usábamos “pintores”: una suerte de guardapolvo pero que te mandaban a hacer (a tu mamá, claro) del cual podías elegir el estampado o el escocés que querías llevar todo el año. Una porquería. Como decía, ni siquiera nos dejaban llevar pulseras o relojes. “No todos los chicos pueden comprar relojes o pulseras así que ninguno de ustedes debe traerlos al colegio”. Esa fue la manera que encontraron las maestras de adueñarse de pulserita o reloj que veían brillando en el recreo. Se quedaban con todo (supongo que como “castigo por haber roto las reglas”). Una gansada, como todo lo de ese colegio. No usábamos porta-útiles o cartucheras, simplemente había una caja de madera con lápices con el nombre de cada alumno. Y cuatro gomas de borrar. Tampoco había lapiceras, ni exámenes, ni boletines, ni nada. Era absolutamente cualquier cosa. Y a mí me molestaba mi prima que se quedaba siempre con la goma de borrar en la mano. Sobretodo porque yo era básicamente mala en matemáticas y tenía que borrar todo el tiempo. Nunca me gustó eso del comunismo. ¿Todo para todos? Siempre hay algún vivo que se apropia de lo que es de todos. Mejor me compro mi propia goma de borrar y problema solucionado. Nunca lo hice, ahora que lo menciono. Porque nunca rompía las malditas reglas del colegio. Y nunca faltaba, porque mi mamá no me dejaba y más porque cuando faltaba al colegio me aburría. Claro: no tenía amigas, ¿qué iba a hacer en mi casa todo el día? Comer y mirar televisión, ¡qué pregunta!
Entonces me sacaron de ese colegio donde me hicieron leer “El clan del oso cavernario” a los diez años (y créanme, tiene partes lo suficientemente subidas de tono para considerarlas material inapropiado para alumnos de diez años) y me cambiaron al Estrada. Un colegio “normal”, con compañeros normales y hasta quizás más crueles que los del pedagógico. Porque peor que hablen mal de uno es que ni siquiera lo miren o noten su presencia. En eso me convertí yo: en la gorda que va al colegio privado y cheto de la ciudad. Eso suponía:
a) que no iba a tener amigas o
b) que mis amigas iban a ser tan fracasadas o más que yo

Ninguna de las opciones me parecía viable pero simplemente caí en ese colegio desprevenida. Ah, ahora que recuerdo: Rocío. ¿Nunca odiaron y admiraron a alguien a la vez? Sí, probablemente a sus padres, pero me refiero a un par: un compañero de colegio, de trabajo, de algo. A mí me pasó, más de una vez y es el momento de hablar de Rocío y más indirectamente de mi madre.
Mi mamá siempre quiso que yo sea un diez. Es decir, un palo y un cero al lado. Siempre fui un cero, bien redondo y gordo.. Y tiempo después me enteré de la existencia de “los diez”. Una pareja amiga de mis viejos que eran diez, en puntaje, claro. Eran cinco pero los escuchabas hablar de sus habilidades y te sentías miserable en menos de dos palabras. Jugaban tenis, golf, básquet, nadaban, eran perfectos alumnos, arquitectos, hablaban perfectísimo inglés, hacían viajes por todo el mundo, eran extremadamente independientes no solo económicamente sino en todo sentido de la palabra. Eran 10. Así de fácil.
Tuve la maldita suerte de que la amiga perfecta de mamá tenga una hija de mi exacta edad pero abismalmente diferente. Rocío. Ella no tocaba piano pero hacía todo lo demás, imaginen cualquier cosa posible: Rocío lo hacía. El panorama se me complicó un poco cuando empecé a escuchar a mamá diciendo periódicamente que algún hijo perfecto de su amiga había recibido algún estúpido premio. Básicamente me empezó a molestar la repetición en serie de comentarios edulcorados hacia Rocío, o cualquiera de sus familiares. Como ella estudiaba inglés, mi mamá me mandó a estudiar inglés. Como ella bailaba danzas contemporáneas yo empecé a hacerlo. Y así seguía como un detective frustrado las huellas de Rocío. O mejor: cumplía los caprichos de mi madre. Quizás mamá pensó que se iba a parecer a su amiga si yo me parecía a su hija. No sé.
Gracias a Rocío mis habilidades eran innumerables: natación, danzas de todo tipo ¡¡¡patinaje artístico!!! Destreza, patinaje sobre hielo, estudiante de inglés… argh… era una vulgar fotocopia de mi amiga y compañera del colegio: porque mamá me cambió al Estrada porque Rocío iba al Estrada.
Y ahí quería llegar. Ah, olvidé mencionar que mientras yo pesaba 64 kilogramos, Rocío no pasaba los 39. Pero claro “tienen contexturas diferentes”. Si la vieran (la sigo viendo) sabrían de lo que estoy hablando. Tiene el cuerpo que toda mujer quisiera, creo. Dura y blanca y con una cara preciosa y flaca y asquerosamente perfecta. Y es buena mina. Para odiarla, ¿no? En fin.
Así que empecé en el Estrada. El primer día de clases de guardapolvo blanco y cartuchera propia había llegado. Y fue un fiasco. Se compartían los bancos y no tenía con quién sentarme. Rocío me había dejado absolutamente sola y claro, yo también me hubiera dejado sola. Pero no volví llorando a casa, estaba más que acostumbrada a la soledad… y de hecho la disfrutaba. Nunca había tenido amigas, no porque me costara relacionarme, sino porque no sabía lo que significaba eso ni cómo hacerlo. No se puede extrañar algo que nunca se tuvo y yo jamás había tenido amigas ni relaciones de ningún tipo con chicos/as de mi edad. Así que simplemente me sentía en una obra de teatro donde los actores eran los mismos y las situaciones similares; donde lo único que cambiaba era el decorado. En vez de sentarme en alfombras ahora me dolía la cola contra una silla dura y apoyaba mi carpeta en un banco atestado de frases escritas con liquid-paper. Y ahora en lugar de cortar pasto en el enorme bosque del pedagógico tendría que contar baldosas en un típico patio de dos por tres metros cuadrados. Una delicia.
Pero a medida que pasó el tiempo me fui acostumbrando a lo “normal” y empecé a despreciar lo “especial” que antes apreciaba tanto. Empecé a tener tarea, deberes, profesoras como en la televisión, compañeros de guardapolvos blancos, recreo con timbre en lugar de campana y hasta un kiosko. Cosas que hasta ese momento eran impensables para mí dentro de un colegio.
Y aunque muchas cosas habían cambiado a mi alrededor, yo seguía siendo la misma. La gorda, aunque esta vez no era la única. Y no era la única nueva. Así que me empecé a juntar con una bandita de fracasadas, esas que no tenían amigas (justo como yo).Corría 1997 y mi teléfono empezaba a sonar. En vez de leer libros por placer comenzaba a hacerlo por deber. Las cosas seguían cambiando y yo estaba cambiando. De repente la solitaria persona que yo era fue desapareciendo y apareció el vestigio de lo que soy hoy, pero una versión extra-large. La personalidad se estaba forjando pero todavía quedaba un larguísimo tramo hasta la constitución de la serpiente en que me convertí.

Abzurdah 1 capitulo!!


Uff… que difícil empezar a escribir un libro. Bueno, tendría que presentarme. Antes de decirles mi nombre les voy a decir quién soy. O quién no soy mejor: no soy normal. No soy una mujer a quien las cosas le fueron difíciles en la vida, nunca me tocó sufrir problemas de dinero, ni problemas de divorcios de padres, ni problemas escolares, digamos que siempre tuve una vida lo suficientemente calma como para aburrirme hasta límites insospechados. Lo cual no quiere decir que haya tenido una vida perfecta: muy por el contrario: creo que tanto aburrimiento y tanto “no pasa naranja” me llevaron a angustiarme por la nada misma. Bueno, tendría que tener un par de charlas más con Néstor que es quien verdaderamente sabe de qué color es el repollo.
El tema es que en vez de jugar a las Barbies yo leía cuentos. Infantiles y no tanto. Recuerdo tomar los libros que mis padres dejaban olvidados encima de mesas o pianos. Pero por sobre todas las cosas: no tenía amigas. Literalmente y no estoy exagerando, no tenía una puta amiga. Siempre fui demasiado buena, creo que ese fue mi problema. Lo que decían de mí me afectaba absolutamente demasiado y, seamos sinceros, los comentarios de los infantes pueden ser muy destructivos. Sobretodo si tenés doce años y pesas 64 kilos.

Sí. 64 kilos. Medía poco más que un ficus enano y ya pesaba más que mi viejo. Era candalosamente gorda. Abominable. Bueno, no tanto, pero esa imagen pensaba YO que los DEMÁS tenían de mí. Hasta hace poco creí que mi imagen personal era buena, que mi autoestima era elevada y reposaba en límites correctos o esperados. Pero después me di cuenta de que no era que no tenía amigas porque era gorda: sino que era gorda porque no tenía amigas. Espero que se entienda. Es decir, no me gusta explicar mucho todo. Soy más de tirar y esperar a que se entienda, pero como recién estamos empezando, prefiero explicar, solo por las dudas. En realidad yo no me veía mal, pero sí me sentía mal entonces todo lo que hacía era COMER. Mis compañeras del colegio jugaban a la soga y yo comía, mis compañeros jugaban fútbol y yo comía, ellos eran perfectos alumnos y yo comía. Mientras ellos juntaban flores yo me enamoraba estúpidamente de Federico Rodríguez, un compañerito con anteojos que nunca me iba a dar bola. Simplemente porque pesaba 64kgs y seriamente: porque era rara. Y sí. Era la preferida de los profesores, nunca faltaba a clases, me pasaba los recreos caminando sola por el colegio sin emitir palabra y tocaba piano como los dioses.
Una nena que creció leyendo Bécquer mientras sus compañeras jugaban a ver quién se pintaba los labios del color más lindo, no es normal. Y nunca invité a una amiga a mi casa, nunca, nunca, nunca. Nunca me llamaron por teléfono (quizás de ahí mi quasi- fobia telefónica). Pero no exagero. Creo que ni yo me sabía mi teléfono de memoria. Bueno, era rara, simplemente, atrozmente rara. No solamente porque no tenía los mismos hábitos que todas las demás sino que era bastante acomplejada gracias a mis viejos y compañeritos del colegio.
Dos ejemplos rapidísimos:
Verónica. ¡Cómo olvidarte! En algún momento pensé que era mi amiga. Resultó ser una imbécil, como todas las demás. Y además, protagonista de uno de los peores recuerdos del maldito primero colegio al que fui. Ella delgada y morena. Yo cuasi obesa y blanca como los dientes de mi gato. Una profesora pidió a alguno de los alumnos que le alcanzase por favor la guitarra que estaba detrás de un mostrador de madera. Para acceder a la guitarra había que pasar por un estrecho (bueno, no tan estrecho) espacio entre pared y mostrador. Yo, voluntariosa y alumna predilecta, me levanté para alcanzar la guitarra y sucedió lo obvio. No pasé. Era un tanque, admitámoslo. Verónica, morocha, graciosa, con una sonrisa resplandeciente y delgada como una arruga se acercó dando saltitos al cántico de: “yo voy a Slim, voy a Slim, yo voy a Slim, voy a Slim”.
¿Qué más puedo agregar? Slim es una empresa de farsantes que dicen que te hacen adelgazar con geles y masajes extraterrestres y Verónica es una pelotuda por cantar esa canción con una chica obesa al lado. Y alcanzó la guitarra. Y yo me puse colorada. Y a llorar, supongo. Invento, porque no me acuerdo. Es imposible, si me acordara de todas las humillaciones por las que pasé no tendría que estar viva en este momento. Bueno, como si no hubiera intentado auto-eliminarme.
Enrique. Esta es la peor. Todavía no les conté pero me cambié de colegio cuatro veces. Verónica y Enrique pertenecen a mi primer colegio. Yo ya me había cambiado al segundo colegio pero como mis primas seguían yendo al primero, decidí pasar a visitar. Sobretodo porque después de intentar convencerme para que no me cambien las maestras no tuvieron mejor idea que pedirme que las fuera a visitar. Entonces fui al maldito Pedagógico y sentí el olor de la humillación. Estaba más gorda que nunca. Me habían crecido unos pechitos de grasa que eran bastante desagradables. Era verano pero tenía vergüenza de mostrar mi cuerpo entonces tenía una remera de mangas largas. Todavía no usaba corpiño así que mis tetitas eran absolutamente antiestéticas. Me sofocaba el calor. No miento, me sofocaba. Entré sigilosamente al aula y no había nadie. Fui al patio y los vi a los chicos jugando al fútbol: sorpresivamente estaban acompañados de las chicas. En mi cabeza y hasta ese momento siempre había sido muy femenina, o al menos creía que lo era. No se me cruzaba por la cabeza la idea de jugar al fútbol, eso es cosa de hombres. Me invitaron a jugar y me negué (otra vez excluida). Me quedé sentada cortando pastito del patio del colegio; y digo patio para no tener que explicar que eran varias hectáreas de hermoso parquizado, lleno de árboles, pinos y demás. Después todos se fueron a trepar árboles: peligro. No sé trepar árboles. Es decir, sí sé, pero nunca me animaba. Tenía la estúpida idea de que el árbol no iba a poder soportar mi peso. Y de hecho... sentía que las ramas se derretían debajo de mí. Es por eso que otra vez, mientras todos los demás subían a los árboles y jugaban a ver quién llegaba más alto, yo quedaba excluida. Abajo. Con las hormigas. Y los seres humanos arriba. Y yo abajo.

El tema es que después se cansaron de los árboles y caminamos todos juntos por entre los árboles arrancando hojitas y pastos y buscando flores de sapo (así les llamábamos a las amarillas chiquitas q apestan). Me sentía bien. Todos estábamos abajo. Cuando de repente Enrique no tuvo mejor idea que hacer un comentario filoso. ¿Ya les dije que me gustaba Enrique? Por eso cuando me miró y abrió la boca mi corazón se empezó a mover con más ganas (además de que estaba caminando a una velocidad considerable para mis 64 kgs. de grasa). Enrique me miró y me dijo: “Y pensar que cuando éramos chicos eras la más linda. Eras hermosa”. Yo me sonrojé y dije bajito “gracias”. Entonces Enrique prosiguió: “¿Cómo cambia la gente, no?”.
Mi mundo se disolvió. Esperé unos cuantos minutos antes de ponerme a llorar. Esperé estar sola, claro. Quizás si alguna vez después de este libro me cruzo de nuevo con Enrique o Verónica o alguno de los otros, me digan que no recuerdan para nada estas anécdotas. Así es el ser humano: subjetivo y con memoria selectiva. No recuerdo mucho acerca de ese colegio ni de sus integrantes; pero cuando mucho después me preguntaban por qué era anoréxica y no me creían que había sido gorda, yo pensaba para mis adentros: “ja... pregúntenle a Verónica o a Enrique”.

Y siguiendo con mis traumas, recuerdo a mis viejos. No es que nunca me hayan apoyado, nada que ver. Siempre dispuestos a ayudarme y cumplirme los caprichos. Soy la perfecta caracterización de la hija única de padres de clase media-alta argentina con descendencia italiana y española. Bueno, hija única fui hasta los 5 años cuando se le ocurrió nacer a mi hermano. En fin, la cosa es que nunca dejé de ser hija única, no porque mis hermanos no existieran sino porque yo tengo siempre diferentes necesidades. Me llevo 5 años con mi hermano y 6 con mi hermana, es decir: nuestras necesidades son diferentes.

Escena 3. noche. Comedor diario.

Sentados a la mesa mis viejos, mis hermanitos y yo. 13 años tenía en ese entonces. Seguía pesando 64, claro.
“dejá la mayonesa”- dijo papá
“¿por qué?”- pregunté inocentemente.
“porque engorda mucho”- me dijo.

En aquel momento mi mente infantil no me dejó leer entre líneas pero el episodio fue lo suficientemente perturbador para que 9 años después lo siga recordando. Mi papá me estaba diciendo que estaba gorda, pero como siempre en mi casa: las cosas no se dicen directamente. No sabemos decir las cosas directamente, es decir: adentro de mi casa. Porque afuera cada uno tiene una personalidad completamente diferente. De todas maneras, no quiero irme por las ramas porque es lo que siempre hago y voy a terminar el capítulo hablando de lo mucho que me gusta hablar en inglés o andar a caballo, en caso de que me gustase. De hecho, me gusta. Pero es otro tema.
Vuelvo con mis viejos. No, mejor hago un capítulo aparte de aquello. Aquella noche no dejé la mayonesa pero tampoco dejé de pensar en la cara de mi mamá mirando comer mayonesa casi son asco y arcadas y en por qué ella siempre, siempre, siempre comía ensalada. Lo que nunca me cuestioné era por qué ella era esquelética y yo obesa. No lo tenía en cuenta, yo estaba bien. El tema es que mis viejos me tiraban abajo. Me decían qué tenía que comer y qué no. Se empezaron a preocupar por mi aspecto físico pero jamás se preocuparon porque yo no tenía amigas o porque leía demasiado o porque no recibía llamadas telefónicas ni quería festejar mis cumpleaños. Esas cosas parecían no interesarles y se escudaban bajo la oración: “es que es una nena especial”.
Especial. Eso fui siempre, o al menos eso escuchaba que se hablaba de mí. Eso me hicieron creer, o eso querían que yo escuchara, o eso querían que los DEMÁS escucharan.
Especial. Entonces me hacían tomar clases de piano. A los 5 años mi abuela (mamá de mi mamá y concertista) me empezó a llevar a sus clases de piano y poco después empecé a tomar clases. No es por ser vanidosa pero era muy buena. Aprendía las notas de memoria, tanto que nunca tuve que aprender a leerlas en un pentagrama (algo que más tarde me costó caro cuando quise retomar el tema del piano). Así me podía aprender sonatas, sonatinas, o conciertos enteros de memoria. Me cansé de escuchar que tenía un oído increíble y que si me dedicaba a eso iba a llegar muy lejos. De hecho, sí. A los doce o trece años di un concierto donde toqué algo de Chopin, Bach o el boludo de turno. Tengo esa parte de mi vida tan borrada que dar detalles sería mentir burdamente. Lo cierto es que tengo el folleto de mi concierto en algún lugar de mi placard y también es cierto que estoy demasiado cómoda en este momento como para ir a buscarlo. Si estuviera la empleada doméstica le pediría que lo busque por mí. Aunque no estoy segura de que sepa lo que es un folleto de esta índole. Además es una metiche y me va a preguntar para qué lo necesito y me va a preguntar por qué ya no toco piano y no suelo darle explicaciones a la gente. Así que mejor no le pido nada. Aunque ni siquiera está, pero si estuviera acá tampoco le pediría algo. De todas maneras es un dato estúpido. ¿Qué importa?
No solamente era una excelente alumna de piano, sino que era el orgullo de mi familia. Mis hermanos eran todavía demasiado chicos como para tocar un instrumento (y a decir verdad, nunca les exigieron demasiado) así que yo era el tentempié de la casa. Siempre que venía algún invitado me pedían que toque una invención de Bach o alguna sonata, lo cual no me gustaba ni un poco, pero lo hacía. Me querían porque tocaba piano, estaba bien, tenía que hacerlo. Y ahora bien, si mi memoria no me traiciona lo que tocaba hasta el cansancio era Bertini, Heller, Cimovosa, Czerny y más tarde Chopin y Piazolla.
Además de piano me mandaron a tomar clases de tenis. Ahora deduzco que querían hacerme bajar toda la grasa. Así que tomé clases durante mucho tiempo y era buena. ¿Ven? Eso es lo que siempre me molestó: ser buena en todo lo que quería hacer, o mejor: en lo que me mandaban hacer. Porque si apestaba quizás me dejaban dejar de hacerlo pero era muy buena en todo.
Mis habilidades eran muchísimas: danzas, bailes de todos tipos, tenis, piano, natación, inglés. A los nueve años empecé a estudiar inglés y poco más tarde a nadar en un club. Era excelente en inglés y mucho más buena en natación. Pronto empecé a competir en torneos y gané todas las competencias. Excepto una. Y me acuerdo que mi “rival” era una chica mucho más grande que yo. No estaban bien definidas las categorías, no había forma de que le ganase a ese delfín de dos metros de altura. Perdí y no volví a nadar en ningún torneo. Sí, tengo miedo al fracaso. Por eso odio los exámenes y odio que mucha gente lea este libro y pueda criticarme. Pero con el tiempo y con los retos de mi vida me di cuenta de que lo que piensa la gente no me interesa, o que al menos puedo fingir que no me interesa y puedo hacer que la gente crea que soy autosuficiente. Lo cierto es que me interesa por demás de la línea de lo normal o esperado. Sí, claro. Siempre excediendo esa línea. Esa soy yo: Cielo, la que excede los límites de lo normal. Pocas veces para bien.

Abzurdah!


hola!

ahora...que he leido este libro me parece un modelo a seguir..
se los aconsejo se llama ABZURDAH! de cielo latini.. es la verdadera hisyorai de una princess como nosotras que apesar de muchas cosas logro lo que quizo... llego a pesar 38kg!! y saber que antes pesaba 64kg!!
me parecio un grna avance la verdad es que..
para las que quieran leerselo yo se los voy a publicar capitulo por capitulo en mi blog... la verdad es un libro super interesante.... ojala y se lo leyeran y vieran que muchas cosas que nos relata ella en estos es la verdad yo hatsa me puede indentificar con ella en muchos aspectos
espero que le guste!!

take care girls!