lunes, 22 de junio de 2009

30. El ultimo clavo de mi feretro


Los días transcurrían abruptamente en Caballito. La convivencia con Pilar
era magnífica y aún así, necesitaba un tiempo sola. Quería volver a casa, abrazar a mamá, a papá, a mis hermanos; y por otro lado la idea me espantaba definitivamente. Tenía que volver. Por aquellos tiempos los verbos “necesitar” y “tener” eran imperiosos en mi vocabulario. Siempre necesito y quiero y sino me muero, pero en enero de 2004 aún más.
Sobreviví a las fiestas lo cual no es poco. Las navidades en casa siempre fueron muy divertidas hasta que crecí. Uno de mis tíos se viste de Papá Noel y pocos minutos antes de las doce nos juntamos todos a aplaudir mientras cantamos desde que tengo noción, la misma canción cada año: ¡que venga Papá Noel! ¡Que venga Papá Noel! Eventualmente poco después de las doce aparece algún tío disfrazado en el techo de la casa de turno. Con él lleva una campana que da aviso, segundos antes, de su presencia. Cuando aparece Papá Noel todos aplaudimos fervientemente y animamos a los más chiquitos a que lo saluden desde abajo. Él después de saludar baja con una soga una sábana llena de regalos. Y cuando digo llena de regalos, créanme porque está llena. Una gran bolsa blanca con regalos para más de cincuenta miembros familiares. Antes de abrir los regalos Papá Noel baja del techo por otro lugar y aparece en tierra firme junto con nosotros los mortales. Los más chicos lo miran atorados entre el miedo y la sorpresa; los adultos lo aplaudimos y nos sacamos fotos.
Odio a Papá Noel. Lo detesto. Gordo vestido de colorado, sábana a modo de bolsa llena de regalos, familiares sonrientes y obsequios para todos. Después se va y a continuación me invade un vacío. Me siento y los miro: algunos abren los regalos entusiasmados, otros tantos ya saben qué se compraron y los abren desganados. La escena de los obsequios dura por lo menos media hora, en la cual se escuchan los gritos de algún familiar desafinando nombres. “¡Marina! ¡Fernanda! ¡Agostina! ¡Carlos!”. Cada uno va en busca de su regalo y yo miro. No me gusta navidad y no me gustan los regalos. En general no entrego mis regalos a ese hombre disfrazado que simula ser San Nicolás; los abro antes porque para mí ya no hay sorpresas. Sí, canto “que venga papá Noel” pero tampoco tengo muy en claro por qué. Cada año pienso que la adrenalina de verlo aparecer por los tejados no se va a ir en cinco minutos y cada año dura menos. Después del gordo colorado me invade un vacío espeluznante y este año también frío e incertidumbre ¿será esta mi última navidad? Yo no tengo una hija para darle un regalo. A mi hija me la quitaron.
Año nuevo no es muy diferente pero es quizás una fecha aún más violenta. No tiene sentido que lo explique: cena familia, subirnos a un banquito, contar descendentemente a partir de diez y al llegar al uno gritar ¡feliz año nuevo! ¿Feliz? A continuación bajar del banquito con el pie derecho (nunca me acuerdo de eso) y saludar a cada uno de mis familiares, abrazarnos y moquear con algún otro. Aquel año nuevo de 2003-2004 lloré verdaderamente pensando en que era mi último año de vida. Ojalá me hubiese equivocado. Feliz año nuevo.
Pero en febrero las fiestas ya se olvidaron y vuelve la universidad y las materias que todavía no rendimos aunque a mí me ocupaba otro tema. En uno de mis encuentros con Papá me confesó que había hablado con mi madre y con mi psicólogo y que habían decidido alquilarme un departamento. A mamá no le gustaba la idea y a papá mucho menos, pero cualquier cosa para conservar la frágil salud de su primera hija. Solo allí pensé que quizás podría tener otro año nuevo, otro año de vida.
Decidí volver a casa. Mis padres habían tenido suficiente. Pensé que quizás podría dedicarme a comer un par de semanas hasta que mis padres estuvieran seguros de que yo iba a estar bien. Lo cierto es que mi fragilidad y mi demencia nada tenían que ver con la comida, o en todo caso, tenían mucho que ver con otra cosa. No es fácil de entender lo que un borderline es capaz de hacer por conseguir sus metas. Es difícil explicar la depresión como un estado constante. Nada me hacía feliz, con nada sonreía. Todo lo hacía amargamente casi en un estado de inercia. Vivía, sí, pero no sabía por qué. ¿Por qué estaba viva? Eso me preguntaba cada noche antes de llorar y antes de dormir.
Néstor se dio cuenta de mi condición y me pidió que nos viésemos dos veces por semana en lugar de una, incluso quiso que hiciera terapia hasta tres días a la semana. Dos eran suficientes. Pronto mi vida se trató de encontrar el departamento perfecto: la universidad no existía, solamente quería mudarme. Sorpresivamente desde que empecé a comer mis padres estaban mucho más calmos conmigo y no me gritaban a menudo. Engordé dos kilos en un mes. “Recuperaste dos kilos”- me dijo Alejandro. Como fuera… estaba gorda pero también estaba por mudarme.
Aquella tarde a fines de enero visitamos el departamento de la calle Guayaquil en Caballito. Entraron primero Papá y un señor de la inmobiliaria, los seguimos mamá y yo con cara de preocupación y una sonrisa respectivamente. “Bueno, este me gusta”- dijo Papi y a mí me dio un vuelco el corazón. ¿En verdad querían que me mudase? ¿Tan rápido? ¿Por qué ese departamento? ¿No podíamos seguir viendo otros? Un nudo de angustia me atravesó el corazón y se instaló en la garganta. ¿Quería vivir sola? ¿Iba a poder soportarlo? “Yo creo que este está bien”- confirmó Papá.
Sí, el departamento estaba más que bien; la del problema era yo. ¿Cómo iba a sobrevivir sin mis padres? El departamento estaba a cinco cuadras de la casa de Pilar, pero aún así, no podía depender de ella para que me ayudase. Vivir sola, me di cuenta tarde, significa mucho más que fumar sin ataduras y comer cuando a uno se le antoja. Vivir sola es más que lavar algún que otro plato y poner las mejores sábanas cuando se quede a dormir Alejandro. Había muchas otras cosas en las que no había pensado hasta que aquella tarde Papá decidió que iba a vivir en la calle Guayaquil entre Doblas y Viel.
El departamento era chico: dos ambientes, con paredes recién pintadas de blanco eclesiástico. Una cocina apartada del living, un pequeño balcón que servía a modo de lavadero, un baño y una habitación. No necesitaba más. Más tarde el departamento llegó a parecerme un laberinto interminable y sin embargo aquel día de enero felizmente le dije a papá que iba a vivir ahí.
Lo inspeccionamos una vez más y mamá tuvo una mala corazonada, por alguna razón que no podía explicar no le gustaba aquel departamento. Enseguida me enojé y le dije que ningún departamento le iba a gustar, ni ese ni uno en puerto madero, ni en Belgrano, ni nada. “Mamá, queda cerca de la facultad, estoy a cinco cuadras de lo de Pilar, está buenísimo. Ya está, me mudo acá”. Me convencí más por llevarle la contra que porque realmente quería vivir allí.
Cuando abandonamos el edificio mi papá y el señor de la inmobiliaria arreglaron una fecha para firmar los papeles y darme las llaves. Quería gritar: ¡mamá! ¡papá! ¡no quiero mudarme! ¡Quiero vivir para siempre con ustedes! ¡Nunca me dejen! No podía hacerlo, mis padres estaban cumpliendo mi voluntad y no iba a dejar pasar la única oportunidad que creía tener para salvarme. Iba a vivir sola a mi manera, no había escapatoria. Camino a casa pensaba en los malos ratos que me habían hecho pasar y quería convencerme de que estaba haciendo lo mejor para mí. “Voy a poder estudiar tranquila, voy a aprender a manejarme sola, voy a cocinar (¿a cocinar?), a limpiar, a ordenar, a hacerme la cama. Tengo que vivir sola, no puedo quedarme en casa de mis padres”. Mamá, no quiero vivir sola. No quiero. No me dejes.
Papá pensaba que yo estaba contenta y quizás hasta lo estaba a ratos. Me daban pena mis padres. ¿Por qué les estaba haciendo eso? Porque creía que la otra opción era morirme y aquello iba a ser peor. O me moría en casa de mis padres o intentaba darme una segunda oportunidad en aquel departamento blanco y deshabitado.
Los días siguientes me encargué de persuadir a papá para que me ayudase a planificar la mudanza. Finalmente llegó el día de la firma. Junto con mi mamá, mi papá y yo fueron mis abuelos (los padres de papá). ¿Por qué tenían que estar metidos ellos? Pronto voy a estar muerta y no quiero que sufran. La situación me abría los ojos y yo presionaba fuerte intentando cerrarlos. No quiero que mi familia sufra ¿qué puedo hacer? No había escapatoria. Tenía que vivir sola o morirme.
Entramos en una habitación con una mesa larguísima como mi tristeza y nos acomodamos en varias sillas. Mis abuelos se sentaron inocentemente deseándome lo mejor y mis padres se sentaron cerca de mí. Mamá me miraba angustiada y los ojos llorosos de papi contradecían una sonrisa dulce. Recuerdo pensar: ojalá pase algo. Que no se pueda firmar este papel. No sé si quiero vivir sola, no sé si quiero pasar por esto. No, bueno, es lo mejor. No, no es lo mejor… ¿Y si me muero? ¿Y si no tengo hijos? ¿Y si me arrepiento y vuelvo a casa de mis padres? No. Antes de volver con la cabeza gacha prefiero estar muerta. No creo que haya mucha diferencia entre la muerte y mi estado actual”.
“Muy bien, felicitaciones. Aquí tienen las llaves”. ¿Ya las llaves? ¡¿Ya?! ¿Por qué nos las dieron ahora mismo si todavía no me voy a mudar? Si falta hacer el depósito ¿por qué ya tengo las llaves? No quiero las llaves. No me voy a ir hoy al departamento… tengo miles de cosas que hacer antes de mudarme. Ahora no se me ocurre ninguna, pero estoy segura de que voy a tardar bastante.
Mis padres me abrazaron emocionados y soltaron algunas lágrimas. Yo inmutable, incapaz de demostrar mis sentimientos o de admitir que estaba cometiendo un error, los abracé sonriente y alcé un brazo con las llaves en la mano. Foto. En esa foto papá sonríe amargamente, mamá está seria y mis abuelos no entienden demasiado lo que está pasando. En mis ojos está aquella tristeza latente que me perseguía desde siempre; desde la gorda rechazada del primario hasta esta mujer esquelética a punto de morir.
“¿Papá, podemos ir a visitar el departamento antes de volver a casa?”. Mamá preguntó para qué si estaba igual que como lo habíamos dejado, pero me llevaron de todas maneras. Fue la primera y última vez que mis abuelos tocaron esas paredes y pisaron esas maderas. Lo observé detenidamente: quizás pueda ser feliz acá. Lo voy a hacer mi lugar, con mi decoración, con mis cosas, lo voy a llenar de amigos y de amores. Va a ser mío, mi refugio.
Cuando volvíamos a casa la idea de mudarme no me parecía tan descabellada, quizás pudiera rehacer mi vida en Caballito; un barrio que sigo nombrando y que aún ahora me da escalofríos.
Mientras tanto seguí yendo a lo de Néstor pero a ratos le contaba toda la verdad. Le decía que quería desaparecer de mi casa y le pedí que me diese antidepresivos. Él pensó que por el momento no eran necesarios (así son ellos, los súbditos de Freud; van a hacer cualquier cosa antes de medicarte) y me instó a que sigamos con la terapia hasta que se pudiera. Yo sabía que con la terapia no iba a llegar a ningún lado pero necesitaba aferrarme de una esperanza y aquella luz era Néstor. Un Harry Potter de treinta y siete años que iba a curarme con su varita mágica. Siempre el personaje de Rowling me hace acordar a Néstor: los dos tienen el mismo pelo, anteojos, mirada, boca, color de ojos. Siempre pensé que Néstor podría ser un actor de Hollywood si hicieran Harry Potter en el futuro.
No iba a conseguir antidepresivos y Néstor no tenía varita mágica: tendría que empezar a manipular gente nuevamente. Mis padres estaban complacidos porque estaba yendo a terapia, sinceramente creían que eso podía ayudarme. Lo cierto es que podría haberme ayudado si a los catorce años cuando le dije a mami que quería ir al psicólogo me hubiera llevado. Ahora no había tiempo suficiente para intentar empezar a ayudarme, era demasiado tarde. Mientras tanto Alejandro y yo no estábamos pasando por nuestro mejor momento: “no puedo estar con vos porque lo único que te interesa en la vida es pesar 25 kilos”. Es cierto, pero si tenía que elegir entre Ana y Alejandro, ya sabemos que los kilos se pierden y el amor se recupera.
Finalmente el seis de marzo de 2004 me mudé. Con gran esfuerzo mis padres me ayudaron a hacer los viajes pertinentes hasta caballito, llevando una cama de dos plazas, un televisor, un equipo de música, la heladera que sabía no iba a usar, muchas perchas, valijas llenas de ropa y algunas otras pavadas. Nos quedamos en Guayaquil toda la tarde: papá instalaba luces, acomodaba la mesa con las sillas. Mamá y la empleada doméstica limpiaban la cocina y yo intentaba limpiar un baño por primera vez en mi vida. “Dejá, ocupate del cuarto”- dijo mamá y se lo agradecí infinitamente.
Ver a mis padres trabajando tan duro por mí me pareció a la vez una falta de respeto y la demostración de amor que tanto necesitaba. Mis padres me amaban, ellos querían lo mejor para mí. En algún momento dudaron, tuvieron miedo de que yo viviese sola y dejara de comer del todo o cometiese un acto imprudente; ahora, al parecer, estaban convencidos de que con la terapia iba a mejorar y que vivir sola me iba a hacer madurar y crecer.
Aquel sábado cuando ya se había hecho de noche y nos estábamos volviendo a la casa de mis padres, les pregunté si me daban las llaves y ya me podía quedar a dormir esa noche. “¡Pero está todo sucio!”- dijo Mamá. “Sí, pero estoy contenta y quiero limpiarlo”- respondí. Era cierto pero no quería limpiar, quería quedarme. Una vez que mis padres se fueron sentí una libertad inenarrable. Me acosté en mi cama de dos plazas y miré el techo blanco y brillante, después miré hacia el costado izquierdo y vi las cortinas que papá había instalado. Lloré: gracias por las cortinas. Mamá, Papá, gracias. No merezco todo esto. ¿Por qué les estaba haciendo aquello? Pronto me encontré tan sola en el departamento que tomé el teléfono y lo llamé a Alejandro. Aquella noche no le importó que mi última meta fuera pesar veinticinco kilos y se quedó a dormir conmigo en mi nuevo departamento. ¡Feliz estreno!
Durante la semana vivía de día en la casa de mis padres y de noche me iba a dormir a mi departamento. Todo se trataba de ver a Pilar, a Alejandro o a Chechu. Esta última vivía lejos y por eso algunas veces se quedaba a dormir conmigo en mi departamento. El departamento de su abuela quedaba a tres cuadras del mío así que nos veíamos bastante seguido. También pasaban a visitarme Toto y algunas de mis compañeras de la facultad. ¡Eso era vida! ¡No estar encerrada en un barrio privado con mis padres en otra ciudad! Amigas que me visitaban, otras que se quedaban a dormir, viajes insólitos a cualquier lugar en cualquier medio de transporte: era la libertad total y sin embargo no sabía aprovecharla. La mayor parte del tiempo me la pasaba adentro del departamento limpiándolo y preguntándome para qué diablos tenía una heladera si nunca la había usado. Mientras no empecé a cursar en la universidad viajaba a casa de mis padres todos los días, pero a mediados de marzo las cosas cambiaron. Me levantaba a las siete de la mañana todos los días, tomaba un vaso de gaseosa light, me fumaba un cigarrillo, me bañaba, cambiaba y pintaba un poco y caminaba cuatro cuadras hasta la esquina donde me pasaban a buscar Pilar con su hermano para ir a la facultad. Después de clases me juntaba con alguna de las chicas o las veía comer, después a estudiar cada una a su casa. Yo no tenía muchos ánimos de estudiar, así que llegaba al departamento y lo limpiaba una vez más, o escuchaba la radio, o pensaba en planes para la noche siguiente. Muchas de esas tardes me las pasaba esperando un llamado de mi mamá. ¡Cómo la extrañaba! Y cuando eventualmente me llamaba (creo que no lo hacía mucho porque no quería coartarme la libertad ni que la sintiera pesada) me ahorcaba una angustia solo comparable a lo que me hacía sentir Alejandro. Él era mi placebo: siempre después de hablar con mamá o con algún miembro de la familia lo llamaba a él para compensar y ponerme feliz.
Mamá al teléfono me decía que se aburría, que extrañaba a su Cielito, que quería volver a reírse conmigo. Yo no podía contener el llanto y muchas veces tuve que cortar para correr a la cama y llorar desesperadamente; justo como ahora mientras escribo este texto.
Mamá, si supieras cuanto te extraño… ¡cómo quisiera estar en esa casa y sin embargo siento que soy una molestia para todos ustedes! Mejor que viva afuera, mejor que me olviden de a poco, que no se note tanto mi ausencia para cuando esta sea definitiva. Quiero volver a mi casa y sin embargo no puedo estar allá. Quiero volver.
Una tarde fue definitiva, fue diferente de las otras. María se iba a su departamento para más tarde ver al novio, Doli iba a “Solsac”, donde el padre tenía un programa de radio y ella lo ayudaba, Pilar se iba a su casa y más tarde a visitar a su padre; y yo… yo no tenía nada que hacer. Salí de la facultad y miré el cielo: celeste sin una sola nube. Caminé llena de tristeza hasta la parada de colectivos para esperar el que me llevaba desde Puerto Madero a Caballito y sin embargo cuando por fin llegó, dejé caer una gota de mis ojos y decidí pensar dos veces qué iba a hacer esa tarde.
Caminé cerca del río y me dediqué a osbservar a la gente: hombres de traje atareados caminando rápido, mujeres mayores paquetas tomando cafés en restaurantes carísimos, jóvenes corriendo con mp3 en sus orejas, estudiantes gritando y agitando libros, novios abrazados, dandose besos… todo aquello y además yo, sola como nunca. Como siempre.
Me senté en la vereda y lloré amargamente hasta que una señora paqueta que paseaba su perro me preguntó si estaba bien. A continuación enjugué mis lágrimas y le dije que me había ido mal en un examen en la facultad y desvié el tema. Ahora hablábamos de su perro, la mujer le hablaba como si fuera una persona. Así voy a terminar yo –pensé- hablando con los gusanos, pero seis metros bajo tierra.
Cuando la señora paqueta se retiró, me volvieron a invadir las lágrimas. Intenté calmarme y lo llamé a Papá “si está en Capital me vuelvo con él y sino me voy al departamento”. Papá atendió y me dijo que no estaba en Capital pero que si quería me iba a buscar. Le dije que no, no iba a hacerlo recorrer ciento veinte kilómetros solo porque yo estaba triste, solo porque me estaba muriendo todos los días.
Entonces decidí hacer algo por mi vida y caminé hasta Paseo Colón, unas cinco o seis cuadras desde donde estaba, y esperé el micro que me dejaba cerca de la casa de mis viejos. Una vez adentro del micro me arrepentí toda la vida de haberlo tomado: “ahora van a pensar que me alquilaron el departamento en vano, que no quiero estar ahí”. Y por primera vez iban a estar en lo cierto.

29. Estas muerta


Entiendo a mis padres ahora que lo veo desde lejos. Estaba completamente loca, desquiciada y pensaba que ellos eran la causa de todos mis males. No podía hacer otra cosa: quería morirme más que nada en el mundo; quería desaparecer y dejar de ser una molestia y un mal recuerdo para todos. Me iba a ir a vivir a lo de Pilar hasta que decidiese el día de mi muerte.
Pilar me recibió como siempre con los brazos abiertos. No me pidió explicaciones del barro en mis jeans o de lo morado de mis brazos. Me abrazó y nos fuimos a dormir temprano aquella noche. A la mañana me despertaron risas femeninas en la habitación contigua: había llegado una amiga estadounidense a la casa de Pilar que más parecía un hotel donde las comidas no eran obligatorias. Ese día caminamos por la plaza Rivadavia, nos reímos mucho y paseamos por un paseo de compras cercano. Me mostró Caballito y me enamoré: decidí que allí iba a vivir en caso de sobrevivir esta crisis.
Los días siguientes no hablé con mi madre, pero sí con papá. A él le preguntaba cómo estaban todos y él siempre respondía que lo importante era que estuviese bien yo. No estaba bien, ni él, ni yo, ni mi familia, ni la situación. Aquella semana el padre de Pilar fue internado por un tumor en el colon. Acompañé a mi amiga al hospital y le prometí jamás separarme de ella. ¡Tanto había hecho por mí, tanto! No podía negarme, necesitaba serle útil también. Decidimos estudiar juntas para las materias que nos habían quedado en febrero.
Hablé con Alejandro y le dije que iba a vivir intermitentemente en Caballito en la casa de Pilar y a veces en mi ciudad, porque algún día tenía que volver. No me seducía la idea de volver a aquel barrio donde estaba mi castillo de cristal con mis padres y miles de recuerdos que me congelaban la sien.
A medida que pasaban los días el clima con mamá se fue descongelando y hasta volvimos a hablar por teléfono. Papá tres veces por semana viajaba a Capital y me llamaba. Usualmente nos encontrábamos en un paseo de compras de Palermo. Le conté que aprendí a usar el subte y que me gustaba mucho vivir en Capital, que me llevaba muy bien con Pilar y que estaba comiendo. La mentía deliberadamente pero cualquier cosa para ver feliz a Papá. Le preguntaba siempre por mami y me decía que me extrañaba mucho y que quería que volviese a casa. Yo, extorsionadora como siempre, respondía que solo iba a volver a casa el día en que ellos se decidieran a dejarme vivir sola en Caballito. Sola, no con Pilar.
Papi siempre me invitaba a almorzar: muchas veces le decía que ya había almorzado y otras tantas hacía el esfuerzo de comer en el patio de comidas. Después tomábamos café (¡cómo extrañaba los cafés todas las tardes con mis padres!) y helado. Frutilla al agua con chocolate, cualquier gusto tenía el mismo destinatario: el inodoro más cercano. Casi siempre terminábamos llorando y abrazados. Los extrañaba, los extrañaba demasiado pero no me olvidaba de cómo me habían tratado cuando estaba en casa. No podía volver, tendría que hacerme valer y demostrar que era una mujer independiente que sabía manejarse sola.
Cuando lo despedía a Papá quedaba confundida: quería irme con él. Siempre que lo veía alejarse lloraba amargamente pero lo reprimía pensando: “ya va a pasar, Cielo, vas a ser feliz”. Decidí ayudarme por primera vez a ser feliz y llamé a mi obra social para consultar con un psicólogo. Me derivaron a un tal Néstor que iba a atenderme. Néstor vivía en mi ciudad y no por nada elegí un psicólogo tan lejos: quería estar en casa, quería estar cerca de mi familia… no eran mejores o peores que yo, eran ¡mi familia! Los amaba a pesar de todo.
Una vez por semana iba a lo de Néstor y le contaba banalidades. Le contaba sin tapujos que no comía y que no pretendía volverlo a hacer a menos que mis padres me permitiesen vivir sola en un departamento en Capital. “Solamente así voy a ser feliz, el clima que se vive en casa me hace muy mal”. El clima en casa no me cerraba el apetito, por el contrario: hacía que yo comiera el doble de lo necesario. Mi angustia oral crecía día a día. Iba a engañar a mi psicólogo como engañaba a todos los demás: usando mis estrategias más severas. Iba a ser sexy, iba a confundirlo a contarle cosas sin sentido y a convencerlo para que les dijera a mis padres que no estaba desquiciada y que podía sin ningún problema vivir sola y valerme por mí misma.
No me costó demasiado: para finales de enero ya estábamos buscando departamentos con mis padres. Vivía ocasionalmente en lo de Pilar y en casa de mis padres dependiendo del buen o mal humor de estos últimos. Los días que iba a ver a Néstor usualmente me quedaba en casa. Cuando estaba allí comía como una persona normal (sí, vomitaba, pero al menos comía) y así logré convencer a mis padres de que no estaba tan loca como creían y que mi problema de anorexia se había solucionado por completo. Al menos creían que estaba luchando con fuerzas en contra de mi diosa Ana.
No estaba luchando en contra de nadie más que de mí misma. Estaba pendiendo entre la vida y la muerte, esperando sin esperanzas que apareciese un signo, una persona, un gesto, un abrazo, una palabra que me salvase de mi muerte inminente. Y la nada misma. Nada.
Alejandro se había ido de viaje a Brasil y yo me sentía más sola que nunca. Me enviaba emails de vez en cuando diciéndome cuán bien la estaba pasando y yo le contaba mis novedades pero en cómodas cuotas, no quería que se asustara… que me dejara porque estaba desquilibrada. A decir verdad, tenía mucho miedo de estar loca.
Trastorno de personalidad fronteriza, ese fue el primer diagnóstico de mi psicólogo (enfermedad más conocida por su nombre en inglés “Borderline”). Según me explicó Néstor, es una finísima línea entre la neurosis y la psicosis. Después me interesé en el tema (siempre quise saber quién soy, por qué y qué me pasa) y averigüé algunos otros datos que me describían detalladamente y sin errores.
Leí que los borderline nacen con una tendencia biológica innata a reaccionar más intensamente a niveles bajos de estrés y a tardar más en recuperarse. Que son criados en ambientes en los cuales sus creencias sobre sí mismos son continuamente devaluadas o invalidadas y que estos factores combinados crean adultos que no saben cuáles son sus propios sentimientos y por eso corren de un extremo a otro.
Se les hace difícil decidir quiénes son. Eso es exactamente lo que me sucede: no sé bien qué me gusta, cuál es mi color o comida preferidos, qué asiento prefiero en el avión, qué cosas me molestan, cuales me dan placer. Me cuesta muchísimo describirme sin estar mintiendo acerca de mi misma. No puedo describirme porque no sé quién soy.
Tengo problemas de constancia con la gente: cada acción, cada palabra, los tomo como si no tuvieran un contexto, como si no pendieran de algo más. Y el insoportable sentimiento de sentir que está “todo bien” o “todo mal”. Conmigo no hay medias tintas, con los border no hay grises. Lo pavoroso es que lo que en este momento está bien en cinco minutos puede terminar siendo lo peor que me sucedió en la vida.
Algunos otros síntomas del trastorno de personalidad fronteriza:
1 Dificultad de ver las acciones hechas por una persona durante un periodo de tiempo, porque no ven las cosas en general como una acción completa. Tienden a analizar individualmente las acciones de las personas y a proporcionarles a esas acciones significados individuales. Así, las personas son definidas según cómo actuaron por última vez.
2 Pensamientos mágicos: creencias que los pensamientos pueden causar acontecimientos.
3 Omnipotencia, proyección de características displacenteras en otros e identificación proyectiva, un proceso donde el border trata de obtener en otros los sentimientos que él mismo está experimentando.
4 Relaciones extremas: episodios sicóticos, negación y amnesia emocional. Relaciones inestables e intensas donde el borderline siempre sale herido
5 Comportamiento autodestructivo repetitivo, a menudo causado para buscar ayuda.
6 Miedo crónico al abandono y pánico cuando es forzado a estar solo. Percepciones/pensamientos distorsionados, particularmente en lo que respecta a las relaciones e interacciones con otros.

Sufro todo aquello y algunas otras delicias: depresión crónica, desesperación, sentimientos de inutilidad, culpa, rabia, ansiedad, soledad, aburrimiento y vacío. Pensamientos extraños (si adelgazo Alejandro me va a querer), percepciones inusuales (estoy gorda), gestos de suicidio, desviación sexual, intolerancia a la soledad, abandono, sumergimiento, dependencia (sin vos me muero), relaciones tempestuosas (sí, claro), manipulación, masoquismo, exigencias.
Y lo más grave, si es que se puede hacer este paréntesis, es no saber quién uno es, qué deportes le gustan, qué discos queremos escuchar: tendemos a ser la persona con la que estamos. No por nada compraba cada disco que veía en su habitación, no por nada me sabía todas las letras y me gustaba su cuadro de fútbol y leía sus libros. Quería ser él… porque yo no era.
No sé cuáles son las razones que me llevaron a ser esto que soy, que no soy, que intento no ser, que no quiero ser. Confiaba en que mi psicólogo me ayudase a salir de aquel círculo sin retorno… pero después de algunas sesiones me di cuenta de que nadie podía ayudarme. No era negativa, pero mi pronóstico era oscuro, como aquella noche en la casa fantasma.
Flirteaba con Néstor y sin embargo quería que me ayudase. ¿Cómo podía un psicólogo ayudar a una paciente a vivir? No lo sé. No creía que pudiera hacerlo y sin embargo quería vivir. Si moría no iba a ver los ojos de Úrsula cuando finalmente naciera del todo, no iba a ver a Alejandro entre mis brazos otra vez; no vería crecer a mis hermanos ni envejecer felizmente a mis padres. Me faltaba mucho por ver y tenía mucho por hacer, pero no podía seguir viviendo de esa manera.
Hay una diferencia abismal entre querer morir y no querer vivir de determinada manera. Yo no quería seguir viviendo como hasta ese momento, pero decididamente no hice buenas elecciones y me encaminé hacia el oscuro pantano que tenía como única salida una muerte escabrosa.

28. Feliz Año nuevo


Necesitaba mudarme: el clima familiar no era hostil, era peor. Siempre mi cabeza fue más rápida que mis impulsos aunque muchos me cataloguen de impulsiva. La anorexia me había convertido en una mujer calculadora y fría. Necesitaba mudarme y mis padres en consecuencia pedían de mí una imagen muy lejana a la real. Decidí que les iba a dar aquello que me imponían como condición única para mudarme: un cielo alimentado. También me pedían que estudiase, que fuera buena alumna, que tuviera algo de relación con ellos y que no lo viera a Alejandro. Estaba dispuesta a empezar a comer de nuevo, de eso estaba segura. Una vez mudada iba a hacer lo que me placiese.
Aquella noche de enero salimos a cenar en familia. Tenía que comer, quería que se sintieran bien (la historia de mi vida, intentar anónimamente complacer a otros) y necesitaba creer que no estaba enferma, que podía contra un plato de comida. Intenté hacerlo, juro que lo intenté dignamente.
Me senté a la mesa y bromeé con mis padres. La moza trajo el menú y lo inspeccioné más porque todos hacían lo mismo que por otra cosa. Hacía semanas que no probaba bocado y ya sabía lo que iba a comer siquiera antes de decidir si iba a hacerlo: ñoquis a la crema gratinados, mi comida preferida. “¿Ya elegiste Cieli?”- preguntó papá inocentemente. Le contesté y a continuación hicieron sus pedidos. Tenía hambre, pero no el suficiente espacio como para que cupiera un plato de pastas en mi estómago. Finalmente llegó la comida. Miré el plato: blanco, de porcelana, lleno de harina, papa y crema. No veía ñoquis, veía consistencias de color blanco espeso con pintitas verdes. Tomé el tenedor sin esfuerzo y pinché el primer ñoqui. A continuación sentí sobre mí las miradas de todos los comensales: ¿estaban jugando a algún juego del que yo era partícipe ignotamente? Sí: juguemos a cuántos ñoquis come Cielo esta noche.
Comí un cuarto del plato que me habían servido y no impedí que mi papá me sacara algunos cuantos. “No está tan mal” pensé y no sabía lo equivocada que estaba. Dejé el resto de la pasta aburriéndose en mi plato y me dediqué a hacer chistes mientras enredaba el tenedor dando vueltas los ñoquis como jugando un partido de jockey sobre pasta.
Una vez terminada la cena, mis hermanitos quisieron ir a tomar un helado. No iba a negarme: me pierde el helado. Frutilla al agua y chocolate, eso pedí. Lo comí todo, incluyendo el cucurucho que nuca supo tan bien como aquella noche pero pocos minutos después, en el auto camino a casa, empezó la tempestad.
En mi estómago estaban invitados los alimentos a un carnaval del que yo era partícipe sin quererlo. Los ñoquis y el helado bailaban sonora y dolorosamente dentro de mí. Había una fiesta en mi estómago y en mi cerebro resonaba un eco repetitivamente: “necesito vomitar”, “necesito vomitar”. No QUIERO vomitar; NECESITO vomitar. Luces de colores, eso veía ahora alrededor mío, luces y ecos tan sonoros que parecían reales. Era Ana hablándome desde un rincón olvidado aquella noche, recordándome que la había traicionado, que tendría que purgar mis culpas. Iba a vomitarlo, pero faltaba aún una hora para llegar a casa. No podía contener la comida, que viajaba desde mi estómago hasta mi garganta una y mil veces provocándome arcadas fácilmente reconocibles. Cerré los ojos, me mareé aún más, como aquella noche en la calle Estévez. Esta vez no era alcohol, era un veneno aún más nocivo: era comida en mi cuerpo por primera vez en miles de horas.
Cuando llegamos a casa estaba dormida, demasiado como para acordarme de las luces, los ecos pero no tanto como para aguantar el dolor en mi estómago. Le pedí a mamá un digestivo y a continuación tomé un laxante. Pedí perdón una y mil veces, no a Ana sino a mí misma. ¿Cómo había podido hacerme aquello? No sabía cómo pero sí porqué: necesitaba vivir sola.
Los días siguientes fueron peores que la muerte misma. Las discusiones con mamá habían aumentado en intensidad y cantidad conforme pasaban los días. Una tarde ya no aguanté: mamá me gritaba cosas de las que no puedo acordarme pero que sonaban así como “¡en esta casa no se puede vivir!”. No puedo olvidarme de lo que sentí: no vivía en esa casa, era un huésped no querido. Pronto empecé a sentirme de más: me peleaba con mis padres y con mis hermanos, no tenía un segundo de paz. Sobraba en esa casa, quería irme. En respuesta a los gritos reiterados de mamá, me encerré en mi habitación a llorar histéricamente: era vómito de llanto, no podía parar, era compulsivo. Tiré almohadas y ositos y cualquier cosa que estuviera encima de mi cama o al alcance de mi mano. Tenía que descargarme de alguna manera. Mamá golpeaba la puerta de mi habitación y gritaba a voz viva que saliera en ese preciso instante. Los golpes de la puerta desequilibraban mi delicadísima salud mental; con cada golpe ensordecedor se abría una grieta en mi cuerpo por donde escapaban los últimos vestigios de sanidad. ¡Abrí la puerta o te interno!- gritaba mamá desaforada.
Yo sentía miedo, mucho. No quería que me internasen pero mucho menos apetecible era la idea de abrir la puerta: ¿Qué me iban a hacer? No abrí, me quedé llorando histéricamente contra la almohada y a tiempos me levantaba y golpeaba con fuerza las paredes lastimándome los puños. Un último grito desaforado me obligó a abrir la puerta “¡Llamá a la amulancia! ¡Que vengan ya mismo! ¡Hay que internarla… que le den algo para que se calme!”. Y pronto la voz de mi papá, en un volumen hasta ese momento desconocido por mí: ¡Cielo abrí la puerta ya o te reviento! ¡Te reviento!
No, no quería que papá me reventase. Abrí la puerta y un tigre, quiero decir mi mamá, se abalanzó sobre mí y me pegó fuera de sí. Me pegaba fuerte pero me dolía más su tristeza, su impotencia, su rabia contenida. Entonces grité yo: ¡BASTA! ¡No me pegues más porque si te pego yo te hago mal, mamá! Siguió golpeándome, casi sin control de sí misma. Papá la sacó de encima mío mientras ella repetía gritando: “¡LLAMÁ A OSDE AHORA MISMO! ¡LLAMÁ O LLAMO YO!”.
No quería que me internasen. Salí corriendo sin destino. Me escapé de las manos de mis padres y corrí raudamente con las pocas energías que todavía me quedaban. Fueron los peores días de mi vida: mis padres querían deshacerse de mí. ¿Por qué lo hacían? ¿En qué clase de monstruo me había convertido? Salí de casa desprovista y corrí por los menos un kilómetro hasta que me caí en la calle. No podía contener el llanto, me faltaba el aire. Nadie me perseguía, pero no iban a tardar en salir a buscarme. Entonces vi la casa fantasma: la llamamos así porque aunque está terminada nadie vive allí. Corrí hacia ella e intenté abrir la puerta; estaba cerrada. Las lágrimas corrían infinitas sobre mis mejillas mojando mi cara y mi ropa.
Me caí en el pasto, semi-escondida en la casa fantasma. Intenté calmarme y respirar pausadamente. Recordé a Alejandro una vez más: “intentá respirar: 1- 2- 3. Relax”. No me servía su método, estaba en un estado de psicosis que no iba a ser fácilmente solucionable. Quizás sí debieran internarme, pensé. Me miré: estaba descalza y me sangraba el pie izquierdo. Con seguridad había pisado algún vidrio en la calle mientras corría sin rumbo. Ahora estaba a salvo, pero empezaba a anochecer y hacía frío. Todo lo que tenía era un jean (ahora impregnado de barro y mocos) y una remera blanca que era gris.
Me recosté en el pasto mientras las nubes hacían fila en el cielo: iba a llover y yo estaba descalza y desabrigada en una casa fantasma. Apoyé mi cara en la tierra y un batallón de hormigas se acercaron a mí: estoy muerta. No, no estaba muerta pero tampoco estaba viva. Las hormigas me evitaron, no era más que un cuerpo sin vida en la tierra a mojada por mi llanto.
Me quedé dormida y un hilo plateado de frío me recorrió desde la cabeza hasta los pies. Estaba helada, tenía mucho hambre y miedo de volver a casa. No tenía dónde ir descalza y sin dinero. ¿Por qué me había escapado tan desprovista? Entonces recordé: “me escapé porque sino me mataban a golpes”. Me miré los brazos violetas de tanto que los había estrujado mi mamá. ¿Cómo pudieron hacerme esto? “Salí sin celular… ¿qué voy a hacer?”. No tenía salida ni medios de comunicación ni zapatillas.
Después de una hora, cuando ya estaba más calmada y era de noche, caminé sin rumbo por las calles hasta que vi la luz de mi auto venir hacia donde yo estaba. Corrí en dirección opuesta aunque era inevitable. Era papá que cruzó su camioneta prohibiéndome el paso. Bajó y me dijo: “subí YA”. Entiendo que pudieran estar preocupados por mi desaparición pero yo tenía los brazos morados y estaba completamente desprovista ¿a dónde podría haber ido?
Subí en la camioneta y no hablamos una palabra. Llegamos a casa y le supliqué a papá; casi de rodillas le grité “¡quiero irme a lo de Pilar!”. Casi no podía hablar, ni gritar, ni modular, ni abrir los ojos. Era un trapo. Otra vez en mi habitación seguí gritando que quería irme de esa casa, que quería ir a lo de Pilar. Entonces escuché que papá hablaba con alguien en el teléfono: “Hola Pilar, ¿puede ir Cielito a tu casa? No se siente bien, está en un estado de crisis y no sabemos qué hacer. A la única persona que quiere ver es a vos”.
Minutos después (y habiéndome armado una valija bastante contundente) papá me llevó a Caballito. Le dije que me podía ir en micro pero insistió en llevarme. Pobre papá, él no tenía la culpa de nada. La hora de viaje me la pasé llorando. “Cielo, no estés mal, por favor. Decinos cómo podemos ayudarte”. No había manera de ayudarme, ya estaba muerta y a aquella casa no iba a volver nunca más.

27. Traicion Carmin


29 de diciembre de 2003
Hogweed dice:
¿Estás enojada?
Lagrima dice:
¿Qué te hace pensar eso?
Hogweed dice:
Que no me llamaste y sería lo más lógico y natural
Lagrima dice:
Hasta a vos te parece lógico y natural.
Hogweed dice:
Claro, solo que yo no soy lógico y nuestra relación tampoco es natural. No somos novios, ni pareja, ni amantes, ni nada con nombre. No es natural. ¿Qué pasa? No te estoy diciendo nada nuevo, nada que no supiéramos
Lagrima dice:
Me molesta un poco no ser nada en tu vida, no tener título.
Hogweed dice:
si te sirve de consuelo, yo no tengo títulos en el hospital y manejo 80 casi- personas. Ni vos tenés titulo, ni yo tengo título; no debería ser una preocupación
Lagrima dice:
Es que podría ser de otra manera y es de esta. Y no es eso lo que me jode, eso me molesta siempre, todos los días. Me molesta tu viaje y era muy previsible que iba a molestarme.
Hogweed dice:
No lo tomes como un abandono, porque no es así
Lagrima dice:
No me llamaste ni un día
Hogweed dice:
Yo viajo cuando puedo, como puedo. ¿Llamarte el fin de semana? ¿Para saber si estabas con tomy en el country?
Lagrima dice:
¿Vos te das cuenta que tenés actitudes de mierda?
Hogweed dice:
Sí, no puedo ser perfectito
Lagrima dice:
No me voy a bancar que me trates así, con esta ironía, con este desprecio. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me hacés daño?
Hogweed dice:
Antes que nada te pido disculpas y no quiero tratarte mal pero hay situaciones que me desbordan. Vos no te bancás mi trato y yo no me banco tu actuación, tu mentira
Lagrima dice:
Pero ni siquiera tiene sentido lo que estás diciendo. Me tratás mal A MÍ porque le MIENTO A OTROS.
Hogweed dice:
No sé hasta donde esos "otros" no me involucran… perdí confianza en lo que me decis y en lo que no
Lagrima dice:
No des vuelta el asunto.
Hogweed dice:
Y no me causa ninguna gracia que le mientas a todo el mundo, no doy vueltas; es más, quizás hasta sea demasiado directo
Lagrima dice:
Si, Alejandro, das vueltas. Vos metiste la pata. Si te parece que estás actuando correctamente está bien, bárbaro. Si te parece que me merezco un mejor trato pensalo.
Hogweed dice:
¿Meter la pata? ¿Por haberme ido?
Lagrima dice:
No por haberte ido... pero sí por haberme dejado sola cuando sabías que estaba todo mal acá.
Hogweed dice:
Te di mis explicaciones cuando correspondían, te dije que me voy cuando puedo y como puedo
Lagrima dice:
Bueno.
Hogweed dice:
Y si puedo irme los fines de semana de acá hasta el día que me muera, lo voy a hacer. Creo que vine siendo bastante claro y te dije que tu postura no me gusta. Vos negás todo, mentis... y eso no va conmigo, para nada
Lagrima dice:
A vos no te miento y además ya te dije que se terminó todo. De todas maneras eso no te da derecho a tratarme así.
Hogweed dice:
No pasa porque me digas que se terminó y que no me mentís porque demostrás otra cosa completamente diferente y de alguna forma me tratás como a un estúpido, igual que al resto
Lagrima dice:
Me voy... estoy muy triste
Hogweed dice:
No juegues de víctima conmigo. Aprendé a enfrentar los problemas y dejá de evadirlos.
Lagrima dice:
No puedo creer que seas tan cruel
Hogweed dice:
Es la única forma que encuentro para que cambies tu postura, yo te dije que no voy a quedarme de brazos cruzados esperando y menos cuando todo empeora.
Lagrima dice:
Si tenés ganas de hablar o de que nos veamos, llamame.
Hogweed dice:
Tengo ganas de verte, por supuesto, pero no esperes que te haga de amigo bueno y que te diga que tenés razón… de esos ya tenés y no me necesitás para eso
Lagrima dice:
¿Qué te pasa?
Hogweed dice:
Nada, ¿por qué? ¿Yo no puedo irme el fin de semana con mi esposa, pero vos si con tu amigo?
Lagrima dice:
Me fui.

Ustedes son testigos de esta conversación tergiversada: ¿cómo puede siempre querer tener razón? ¿Cómo puede siempre quedar él como la víctima? ¿Cómo puede ser tan manipulador? Siempre queriendo tener razón, escapando de los temas que lo incriminan y disertando sobre aquellos que lo hacen quedar como una persona inteligente y que se preocupa por uno.
Su ironía me sulfura, me derroca el cerebro, me hace trizas. Quiero vomitar, quiero vomitar sin haber comido siquiera. Quiero deshacerme de los sentimientos negativos, de los celos corruptos que siento, quiero deshacerme de Romina y su hijo, de aquella casa de puertas lilas, del departamento de la calle Estevez, del golf gris con vidrios polarizados, de la universidad católica argentina, de Ana, de la computadora, de Cielo y de mi semilla. Me quiero morir: ¡ya!
No sé cómo decirlo, pero sé que se me está acortando la existencia y no precisamente por anorexia o bulimia sino por la melancolía que me ataca y no me deja existir. Si vivir es tan trágico entonces no quiero seguir viviendo. Se me ocurren mil cosas horribles para herirme y ni una para sanarme. No sé cómo se llama esta enfermedad que padezco pero es muy dura y no me deja vivir tranquila.
La anorexia es tan solitaria que casi me obliga a apartarme de mis afectos. Con mis compañeras de la facultad casi ni hablo y Alejandro es solo un sobrenombre que aparece en mi computadora todos los días. Hoy me trató con tanto desprecio y crueldad que no se merece ser llamado persona. No sabe que me está matando y un día cuando aparezca muerta va a sentir un poco del dolor que todos los días me provoca.

31 de diciembre de 2003
María dice:
¿Cómo festejas esta noche?
Lagrima dice:
En la casa de mi tío. Y a dormir. ¿Vos?
María dice:
Mmm hasta lo del tío igual... después a bailar
Lagrima dice:
Yo mañana salga con Tomy seguramente
María dice:
Está bueno que salgas de tu celda vip, que te diviertas, que viajes, que no limites tu vida a este ser innombrable ¡¡¡que puedas ser feliz!!!
Lagrima dice:
No es una celda vip, yo elijo estar en casa. Y no me divierto saliendo, pero al menos tengo menos ganas de pegarme un tiro.
María dice:
¡¡¡Basta de pensar en esas cosas feas!!!
Lagrima dice:
No puedo dejar de pensar en eso. No puedo tomarme la vida en joda, ojalá me gustara ir a emborracharme con mis amigas. Ojalá me diera lo mismo tener sexo al primero que pase. Me gustaría q me preocupara todo menos. Pero soy así y si no me entienden desaparecen. No tengo problemas en borrar contactos de mi vida.
María dice:
NO, NO ES LA CUESTION.... ni para vos ni para nadie es bueno estar solo... igual no pasa por emborracharse o tener sexo... eso es lo de menos... la cuestión es estar bien con vos misma, no tener que hacerte reclamos a tu persona y justamente si tanto te gusta estar sola poder disfrutar de tu propia compañía
Lagrima dice:
No tengo problemas conmigo.
María dice:
Mmm… ¿segura? ¿Entonces por qué pensas en pegarte un tiro?
Lagrima dice:
Porque mi vida es una mierda, porque estoy mal con Alejandro, estoy mal con ustedes, estoy mal con mi familia. Porque soy un ser que puede existir sin estar con nadie y porque nadie me necesita.
María dice:
Alejandro no sé... pero nosotras te queremos demasiado... pasa que vos sabes que tu personalidad es digamos impredecible y es por eso que a más de una le da cosa enfrentarte porque no sabemos con qué vas a salir... pero sos debate constante, tenemos ganas de que vuelvas a ser la cielo de antes porque esa nos gustaba mucho más
Lagrima dice:
No va a volver porque ustedes cambiaron conmigo y no confío en ustedes y no me dan ganas de contarles mis cosas, porque siento todo el tiempo que me van a traicionar.
María dice:
Eso es triste... pero supongo que muy verdadero. Si te sirve, yo creo que cada una hizo lo que creía mejor para vos...
Lagrima dice:
Nadie pensó en lo que era mejor para mí. Y es lógico porque cada uno piensa en sí mismo. Pero si hubieran actuado diferente yo no habría cambiado tanto.
María dice:
¿Qué esperabas vos?
Lagrima dice:
No importa. ¿Qué importa?
María dice:
A mí me importás. Bueno, no me creas, no confíes, ya veré como se gana de nuevo tu confianza... y una duda: ¿en quién confias ahora?
Lagrima dice:
No confío en nadie. Y me tengo miedo, así que es como una paranoia crónica.
María dice:
Está bien y ¿qué esperas para el futuro? Porque así no podés seguir...
Lagrima dice:
¿Sabés qué es lo peor? No espero un futuro.
María dice:
¡Basta! ¡Me desesperas! Por ahí te suene chocante lo que te voy a decir pero es lo que pienso. Creo que ninguna de nosotras te va a poder ayudar y que lo mejor es que empieces terapia. Por tu bien te lo digo.
Lagrima dice:
No quiero que me ayuden. Y voy a empezar terapia, después de las vacaciones.
María dice:
No es lo que vos querés, es lo que queremos y debemos hacer. Estoy preocupada y pensando en cómo llegaste a estar así...
Lagrima dice:
Fue progresivo, supongo. Pero el día que me enteré que habían llamado a mis viejos se me dio vuelta la cabeza.
María dice:
Me quedo con lo que fue progresivo
***
Claro que sí. Siempre es más fácil delegar culpas. Mis “amigas” y Alejandro estaban haciendo exactamente lo mismo. Ellas pensaban que la culpa la tenía Alejandro, por alimentarme la obsesión y a su vez él suponía que la culpa la tenían mis padres que me prestaban poca atención. Ninguno de ellos asumía las pequeñas porciones de culpa que les tocaban. Ninguno se quería hacer cargo. No los culpo, cada uno tiene suficiente con su propia vida y yo también. No necesitaba hacerme cargo de infartos o desconfianzas ajenas. Tenía suficiente con mi vida: nadie sabe lo que piensa un suicida antes de morirse, porque los pocos que no lo logran no tienen el valor para contarlo. Quizás sea este un documento valioso de una mujer que acarició la muerte para después darle una bofetada en vida.

26. Una casa no es un hogar


Cuando sos anoréxica, bulímica y te rehusas a buscar ayuda porque crees que te las sabés todas, empezá a buscar una lápida que te guste porque estás cerca de la muerte. La situación empeoraba cada día más: Alejandro me presionaba para que les cuente a mis viejos, mientras que mis amigas ya los habían dado por enterados y yo no siquiera podía confiar en nadie. No podía contarles mi malestar a mis amigas porque automáticamente habían dejado de serlo; tampoco podía hablar con mis viejos, tenía mucho miedo de que me internasen. Lo único que me quedaba por hacer era hablar con Alejandro, aunque supiese que tarde o temprano iba a cansarse de lidiar con mi estilo de vida y mi obsesión congénita a su persona. Tenía que elegir: ser perfecta o estar con Alejandro y tener amigas y una familia que me amaba. Elegí ser perfecta, o intentar serlo al menos.

15 de diciembre de 2003
Lagrima dice:
No soporto más esto, me quiero ir de esta casa, no puedo estudiar. Los odio a todos. Vos no sabés lo que es esta casa, no sabés. Me parece que me voy a vivir con mi abuela.
Hogweed dice:
Intentá relajarte un poco. No seas extremista, porque sin duda hay muchísimas peores. Tenés todas las comodidades posibles, solo tenés que mejorar o manejar la relación y punto. No tomes en cuenta solo lo "malo" que tus viejos te hacen, porque estarías siendo muy injusta. Tu vida depende hoy por hoy de ellos, te guste o no.
Lagrima dice:
No es que están mal conmigo, ellos están mal entre ellos y descargan conmigo y no lo puedo soportar más. Hay mala onda por todos lados, en cada rincón de la casa, soy muy receptiva con esas cosas. Si puedo evitar impregnarme de eso, lo evito. Y estando acá no hay más remedio que contagiarme el stress familiar.
Hogweed dice:
Bueno, a mí no me parece que sea tan terrible y deberías empezar a acostumbrarte a estar en climas hostiles, no pienses que te van a tratar bien en todos lados
Lagrima dice:
Flaco, vos podés estar en climas hostiles pero ¿vivir permanentemente inmersa en esto? No, me niego. No quiero, no puedo soportarlo, soy débil.
Hogweed dice:
No sos débil, estás débil.
Lagrima dice:
En serio, esta mala onda me está tirando abajo. Me quiero ir a Mar del Plata hasta marzo.
Hogweed dice:
¿Así allá no comés?
Lagrima dice:
Así no me joden. Ni siquiera puedo rajar a capital ahora que está todo mal con mis compañeras.
Hogweed dice:
¿Con todas está todo mal? ¿Por el tema de que hablaron con tus viejos?
Lagrima dice:
Dejé de hablar con ellas, ya no puedo confiarles nada, por obvias razones. No me interesa seguir estando con ellas. No las puedo querer sabiendo que me traicionaron y por lo tanto seguir con ellas sería usarlas. Ni siquiera ganas de usarlas tengo. Antes todo era perfecto, no sé qué pasó acá en casa. Me hace sentir horrible.
***
Mi error fue ese: creer que las cosas eran perfectas. Siempre tuve por seguro que mi familia era la familia perfecta, que mis padres eran los mejores, los más dedicados; que mis hermanos y yo éramos perfectos. Nada más lejos de la realidad, pero tenía que aparecer Ana para que nos diésemos cuenta. No quiero decir que yo fui la causa del desequilibrio que sufrió mi casa, mi familia, sino que gracias a lo que me sucedió se destaparon varias mentiras y cayeron paredes que en realidad eran cartones.
Al mismo tiempo que estaba faltando considerablemente a las clases en la universidad y que no me hablaba con mis padres, empecé a vivir a través de Internet. No existía el teléfono para mí, todo era “cyber” (no es difícil entender por qué estoy escribiendo un libro y no contándoselo a la gente directamente). Las personas con las que me relacionaban eran Tomás (el chico con quien me topé de casualidad cuando lo fui a buscar a la facultad a Alejandro) y las chicas de mis grupos pro-anorexia.
Empecé a salir con Tomy regularmente: íbamos a jugar al pool, al teatro, a tomar algo; todo siempre como amigos. Aún así, no contaba todavía con plena confianza así que no le conté acerca de Ana, siempre me limité a decir que era una infeliz sin remedio. Una de las noches que salimos, me llevó en su auto a Martinez, a un bar cerca del río. Después de tomar una gaseosa light y charlar unas cuantas horas, me decidí a contarle la verdad (no era muy creíble que era una mujer triste simplemente porque me iba mal en la facultad). Creía que Tomy necesitaba saber la verdad, así que cuando salimos del barcito nos sentamos al lado del río. Tenía muchísimo frío aunque era diciembre, pero estar con Ana al lado del río no era una combinación muy adecuada para mí: una mujer con huesos de pasta dentífrica.
“Te tengo que contar algo, Toto”- le dije. Supongo que él pensó que le iba a decir cualquier otra cosa excepto lo que escuchó aquella noche. “Vomito después de comer… bueno, en realidad trato de no comer. Después de esta confesión espero dos cosas: que no me dejes de querer y que no sientas lástima por mí”. Me abrazó y me dijo que su ex novia también había sido bulímica y yo confirmé mis sospechas: no éramos amigos porque nos habíamos caído bien, creo fervientemente que las personas son atraídas por percepciones y de alguna manera Tomy sabía que en algo me parecía a su ex novia. Éramos malditas bulímicas, muy romántico.
Me llevó hasta nueve de julio e Independencia donde había dejado mi auto (sí, soy masoquista) y me dijo: “¿Cie, podés llevar a una amiga mía que está en Capital y vive en tu misma ciudad?”. Le respondí que sí, así que la esperamos en la estación de servicio mientras tomábamos otra gaseosa. Entonces llegó ella: rubia despampanante, con un cuerpo escultural y voz entre ronca y disfónica: Chechu. Hablamos diez minutos juntos en la misma mesa y me dijo: “¡Gracias Sky por llevarme!”. Saludamos a Tomy y emprendimos camino hacia nuestras casas.
Chechu vivía en un barrio cerrado cerca de mi casa y no me causaba ningún trastorno llevarla… y pronto aquello que podría haber sido una carga se convirtió en el viaje más divertido de la historia. Era una mujer increíble, tenía algunos años más que yo pero era divertida y nos entendimos perfectamente desde el primer momento. Los que siempre eran tediosos cuarenta y cinco minutos de viaje, se volvieron mágicos y apasionantes mientras Chechu me contaba acerca de sus desamores: ¡te entiendo, Chechu! ¡Te entiendo! Llegamos a su barrio privado y me dijo: “no te vayas ya ¿no querés que nos quedemos dando unas vueltas con el auto?”. Dije que sí, aunque ya eran las cinco de la mañana. Nos reímos, bailamos en la caja de mi camioneta y nos pasamos nuestros respectivos emails.
La segunda vez que la vi a Chechu, me estaba esperando con Tomy en un auto para irnos a Mar del Plata. ¡Una locura! Las cosas imprevisibles son las que mejor terminan. Le pregunté a Alejandro si le molestaba que me fuera a la ciudad del mar plateado con un amigo y su amiga y me dijo que no tenía problemas (claro, no le importaba absolutamente nada lo que hacía o dejaba de hacer). Les expliqué rápidamente a mis padres quiénes eran Chechu y Tomy; los saludé cariñosamente y entré en el auto de mi amigo.
¡Nos vamos a Mardel, Sky!- dijo Chechu entusiasmada. Yo estaba con seguridad más contenta que nadie de hacer ese viaje: por fin iba a despejarme. Sin amigas, sin Alejandro, sin padres, sin comida. ¡Iba a ser el viaje perfecto! Tener a Chechu al lado era un recordatorio permanente de lo que quería ser: rubia, cuarenta y cinco kilogramos, unos diez centímetros más baja que yo, busto enorme, cuerpo perfecto. No iba a comer, pero como premisa primera: iba a divertirme.
Fueron cuatro días divertidísimos donde Chechu y yo nos hicimos pasar por prostitutas brasileras de la mano de Tomy. Él le decía a la gente que nos miraba: “son brasileras, no entienden lo que hablamos… ahora nos vamos a dormir los tres juntitos ¿no chicas?” y nosotras en un castellano precario respondíamos: “Sí, sí” entre risas.
El drama llegó la última noche: Tomy quería irse a la mañana y yo a la tarde. Chechu se había puesto de novia con Santi, un jugador de fútbol que la esperaba en Pinamar, así que Tomy y yo volvíamos juntos a Capital. Ningún viaje es perfecto y menos si Alejandro estaba en el medio. “¿Qué día volves de Mardel?” me preguntó Alejandro. Le respondí que el domingo y me dijo: “bueno, a tu ciudad volvés el lunes ¿qué te parece?”. Me propuso quedarme en su casa aquella noche y Tomy no estaba de acuerdo. Peleamos en el medio de un boliche la noche antes de irnos. Me tomé un taxi hasta el departamento (de Tomy) y le dije que iba a ir a la terminar a buscar un pasaje a Capital porque “si sos tan egoísta como para no hacerme caso y querer volverte solo, bueno, hacelo. Pero yo me voy en micro”.
Finalmente Tomy fue víctima de mi manipulación y me dijo: “Cie, volvemos a la hora que vos quieras”. Feliz, llamé a Alejandro y le dije que me esperara en la esquina de siempre a las diez de la noche del domingo. El viaje con Toto fue muy divertido, escuchamos la música que nos gustaba y nos reímos mucho. “No me gusta que te encuentres con este tipo que te hace mal, boluda. Pero bueno, por lo menos prometeme que vas a comer algo”. Le prometí que cuando llegase a Monte Grande iba a comer algo. Mentí.
Llegué a lo de Alejandro, llamé a mis padres y les dije que iba a quedarme una noche más en Mar del Plata con Tomy y Chechu y les pareció bien. Disfruté aquella noche con Alejandro pero me ahorcaba el miedo: tengo que volver a casa, no quiero volver a casa. No es que no quisiera a mis padres: pero me estaban volviendo loca. Me hacían comer, me trataban mal, me culpaban de estupideces y se vivía un clima demasiado tenso. Mi estabilidad mental era precaria y no soportaba grandes desafíos, así que hubiera preferido no volver jamás a aquella casa que no era un hogar.
Lamentablemente tuve que volver a mi ciudad, a la casa de mis viejos, a los calambres en piernas y manos y a mecomoami y a mi obsesión mayor: comida y Alejandro. O mejor: la falta de ellos. No quería ser una carga para él, no necesitaba otra persona en mi contra y sin embargo no podía evitar hacer comentarios tendenciosos acerca de lo mal que me sentía o lo bien que me veía. Pronto caí en cama, con mucha fiebre, descompensaciones de todo tipo y dolores que parecían no abandonarme jamás. Mis padres resolvieron que lo mejor era que me inspeccionara un médico.
Me llevaron a un pediatra amigo de mi papá que me tomó el pulso y me dijo: “Cielo, te veo muy desmejorada. Tu peso no es normal, aunque los estudios de sangre dan bien”. Me hizo abrir la boca e inspeccionó mi garganta con auténtica minuciosidad. Luego les dijo a mis padres que se retiraran y me acosó a preguntas: “Cielo, estás vomitando. Me doy cuenta por tu paladar, por tu garganta. Tu viejo no está bien, yo te diría que reviertas la situación porque a esto le sigue otro infarto o una posible internación tuya. Tus viejos te quieren mucho, hacelo por ellos”. Muy bien, estaba cansada de hacer las cosas por los demás. ¡Nadie se preocupaba por mí, lo importante era que mis viejos estuvieran tranquilos en su castillito de cristal! Genial, iba a hacer lo que el médico me pidió: iba a dejar de vomitar, pero también iba a dejar de comer por completo.
“Hagamos un trato- me dijo el médico- yo les digo a tus papás que vos estás bien y estable pero vos me prometes que no vas a vomitar más y que te vas a portar bien y vas a comer”. Yo redoblé la apuesta: “Además de decirles que estoy bien les vas a sugerir que me alquilen un departamento en capital para que yo pueda vivir más relajada… yo prometo que voy a comer”. Así que el médico hizo su parte y fue el único que cumplió. No iba a ceder ante extorsiones de ningún tipo. Había una sola persona en el mundo que podía controlarme y convencerme y no era ese médico amigo de mi viejo.
Necesitaba aliados así que volví a hablar con las chicas de la universidad, no podía estar sola. Estaba muy enojada con Dolores porque pensaba que ella había tenido la idea de advertir a mis padres, pero estaba completamente equivocada. De todas maneras, a Pilar la quería tanto que no podía siquiera pensar en que ella me hubiera traicionado. Seguí visitando a Pilar y yendo a su casa como si fuera la mía.
Las cosas estaban yendo bien hasta que una tarde de diciembre se me ocurrió llamar por teléfono a Alejandro:
-Hola
- Hola flaco, ¿Dónde estás?
- Adiviná…
- No sé… ¿Dónde? ¿Quiénes están ahí con vos?
- Me estoy yendo a Mar del Plata con una chica de pelo cortito.
No, no me hagas esas bromas. Por favor, no. No era una broma. Se estaba yendo a Mar del Plata con una mujer de pelo corto que supuse se llamaba Romina. Muy bien, la parejita feliz se estaba yendo de viaje con su hijito perfecto y yo vomitando soledades y lechugas, sufriendo calambres y reemplazos. No era justo, no. Quería desaparecer.
-¿Y cuándo volvés?
- Me voy por el fin de semana, supongo.
- Bueno…
- Bueno, te dejo porque Ulises quiere bajar a hacer pis
- Bueno…
- ¡Chau!
“Bueno”. Era todo lo que tenía para decir: bueno. No era bueno, no era positivo de ninguna manera. Me había quedado petrificada: ¿qué es Alejandro en mi vida? –pensaba- ¿Qué lugar ocupo en su vida? Ningún lugar importante, con seguridad. Me sentí estúpida, usada, maleable como arenilla vencida. Una estúpida. Porque para viajar prefería a Romina y a su hijo… ¿para qué me quería a mí entonces? Aquel fin de semana vomité cósmicamente, como nunca lo había hecho. Me despertaba a horas inusuales a abrir la heladera e ingerir cualquier cosa: no distinguía entre lo dulce o lo salado, lo frío o lo caliente.
Todo me daba lo mismo, necesitaba llenar con comida el hueco que sentía adentro. Así, mientras esperaba que se hicieran las tostadas comía un chocolate amargo, mientras les ponía manteca a los panes, tomaba café y gaseosa light; todo me daba lo mismo, necesitaba comer, necesitaba tener cosas en la boca y masticar y sentir el gusto de la comida de nuevo y masticarla a Romina, despedazarlo a Alejandro y tragarme a Ulises. Minutos después me encontré en el inodoro vomitando todo lo que había consumido. Me daba cuenta de que ya no quedaba nada adentro mío cuando salían hilos de sangre en lugar de comida y un gusto ácido me llenaba el cuerpo de soledad otra vez.

25. Contigo cigarrillos y agua mineral



Una mentira a mis padres, un pequeño bolso, montones de esperanzas desmedidas y nervios que me consumían la vida. Empaqué y me encontré con Alejandro en Independencia y Nueve de Julio. Nos íbamos a Mar del Plata y esta vez sin vómitos de por medio. Era catorce de noviembre de 2003 y también el mejor día de los últimos años. ¿Por qué era tan importante? Porque era uno de aquellos escasos días cuando la realidad puede más que mi imaginación; días cuando suceden cosas imprevistas y que no son para torturarme o convertirme en una mujer aún más desafortunada. Iba a viajar con Alejandro a Mar del Plata y nada iba a arruinarlo.
Cuando llegué con mi bolso a aquella esquina emblemática me desesperó no encontrarlo. Entré en el kiosco de la estación de servicio que hay en la esquina y compré un paquete de galletitas para comer (que él comiera) en el viaje. Yo iba a volver hermosa, feliz y flaca. Aquellos eran mis propósitos.
Salí del kiosco y vi el auto con balizas. Y después a él, saliendo del auto y abriéndome la puerta trasera para que acomodara mi bolso. Lleve poquísima ropa porque pensaba vivir del aire y de él (de su cuerpo, entiéndase bien).
El viaje fue de aquellos momentos que no voy a olvidar jamás: me sentía novia por primera vez y sentía también la seguridad del amor. No tenía dudas acerca de lo mucho que lo amaba, pero sí de las razones por las cuales Alejandro me tenía/quería/aceptaba en su vida. Algunos años creía que era solo por sexo, después en días como estos pensaba que quizás podríamos hasta casarnos y formar una familia (Ursula, hermosa ¿dónde estás?) siempre y cuando él desechara la que poseía en aquel momento.
Hablamos de banalidades, escuchamos buena música (no era coincidencia que nos gustaran los mismos cds), cebé mate y comió galletitas. Le pregunté si Romina sabía que nos estábamos yendo juntos a Mardel y me contestó, como siempre, evasivamente: “sabe que solo no voy”. Respuesta que no respondía a mi pregunta concisamente. Acostumbrada a quedarme colgada con la pregunta en la boca, decidí que era mejor no tocar ciertos temas y no volví a hablar acerca de Romina ni su hijo usurpador.
Llegamos a su casa que era ciertamente más cercana a Miramar que a Mar del Plata y dejamos los bolsos. Después de una escena romántica se me ocurrió que quizás mis padres querrían saber de mí, así que mandé mensajes a sus celulares diciendo que estaba bien y que volvía el lunes. Jamás hubieran permitido que me fuera de viaje con Alejandro y sin embargo, yo no encontraba lo pernicioso en dar un paseo con la persona que amo. Ellos no lo hubieran entendido, hice bien en mantenerlo en secreto. En cualquier caso era siempre mucho mejor decir que estaba visitando el pueblo nativo de una amiga mía de la facultad. Sí, más fácil pero mucho menos creíble.
Los primeros días fuimos felices con leves precipitaciones hacia la hora de la comida. Almorzar y cenar habían mutado en castigos maya. La eterna pelea era “¿salimos a comer o comemos en casa?”. ¡No me interesa! Quiero estar con vos, donde sea. Si querés ir a comer vamos a comer y sino nos quedamos. No quiero elegir, no me gusta elegir. Quiero estar con vos. Nunca lo entendiste.
Finalmente si salíamos a cenar (salimos siempre) la discusión se presentaba más a menudo cuando yo llenaba tres tenedores de aire y simulaba comer. “No sé para qué venimos a un restaurante si solo voy a comer yo”- decía indignado. Entendí que era algo incómodo así que le di un par de mordiscos a una lechuga que me habían traído. “Eso no es comer”- repetía incansablemente. “No me jodas”- le respondía dulcemente.
La última noche de nuestro viaje fue la peor: hacía mucho frío y ciertamente tenía más ganas de ser porrista que de probar bocado. Entiendo su enojo porque fui consciente de lo poco que comí, pero tampoco creo que la comida sea la base del bienestar humano. Es decir ¿nadie entiende que así yo me siento bien? Bueno, la respuesta es no: nadie lo entiende. Yo creía en ese momento, y sigo creyendo fervientemente, que lo importante es el bienestar del alma, del ser humano como conjunto. A algunas personas solamente les interesaba verme comer, aun sabiendo que aquello me ponía de pésimo humor, me hacía sentir obesa y sumamente infeliz. Si él hubiera querido lo mejor para mí no habríamos tenido una discusión aquella noche en el restaurante.
Cuando volvimos a la casa, después de comer, nos acostamos en la misma cama aunque estábamos a miles de kilómetros de distancia. Estaba temblando de frío y sin embargo me corrí a un costado de la cama para no tener que tocarle siquiera el pie (para que no se diera cuenta de mi escarcha corporal). En la mitad de la noche me levanté y bajé al garaje donde estaban nuestros bolsos haciendo el mayor ruido posible. Quería que se despertase, que me abrazase, que me cobijase y me diera calor. Seguía temblando y él roncando. Encontré mi bolso y dentro del mismo: medias y un pulóver. Me los puse y volví a la cama, que estaba más fría que nunca.
A la mañana siguiente me despertó y me preguntó si quería ir a la playa antes de volver a nuestras ciudades. Le dije que sí, pero en cuanto pusimos un pie en la arena se nubló el cielo como obligándonos a emprender retirada. Hicimos aquello y durante el viaje abrí un paquete de galletitas de chocolate y comí dos, a modo de reconciliación. Alejandro se dio cuenta de mi buen gesto y mi sacrificio y pasamos un viaje inolvidable hasta Capital.
Cuando llegué me puse a evaluar el viaje y saqué en claro que aunque tuvimos aquella noche negra, valieron la pena la mentira, el frío y el hambre con tal de pasar cuatro días al lado del hombre que ocupaba mis sueños de día y de noche.

2 de diciembre de 2003
Hogweed dice:
Salí de ese círculo nefasto en el que estás
Lagrima dice:
¿Y cómo salgo?
Hogweed dice:
A la fuerza. Dejá de participar de esos foros pro anorexia, hablá con tus viejos de frente y dejá de cuidar TANTO tu imagen por lo menos hasta que puedas pensar con un poco mas de claridad
Lagrima dice:
Ana no tiene nada que ver acá. Los que joden son mis viejos. Y no creo que esté mal preocuparme un poco por mi imagen, vos mismo dijiste que no tendrías una novia gorda
Hogweed dice:
Un poco no es nada pero vos vivis pendiente de eso y te está trayendo serios problemas. Vos no te das cuenta la negación que tenés encima. No te quiero cagar a pedos ni discutir pero no me voy a quedar con los brazos cruzados y mientras no salgas del lugar en que estás, me voy a poner peor.

3 de diciembre de 2003
Lagrima dice:
Estoy harta de estar en mi casa. Me quiero mudar YA. Me tiene cansada Mamá, me hace responsable hasta de los problemas cardiacos de mi viejo. "Y... te ve con la botellita de agua y la lechuguita todo el día, ¿cómo querés que no pasen estas cosas?" Y yo no puedo dejar de sentirme culpable
Hogweed dice:
Tu viejo debe tener mil preocupaciones, no te sientas culpable. Decile a tu vieja que no te haga sentir culpable pero así y todo, tenés que cambiar tu actitud por él y por VOS
Lagrima dice:
No es justo que mi mamá esté todo el tiempo agrediéndome.
Hogweed dice:
Hablá con ella, decile lo que pensás, que no te parece justo, etc. Decile lo mismo que me decis a mí, te va a entender. Pero no deja de tener algo de razón si te dice que tu viejo se preocupa por vos…
Lagrima dice:
Pero yo no le causo malestares del corazón ¿O si?
Hogweed dice:
Cuando estuvo mal la otra vez no fue tu culpa, tiene predisposición a tener enfermedades cardíacas pero uno de los factores de riesgo mas importantes es el stress, la "mala sangre" y si él está preocupado por vos, eso influye
Lagrima dice:
Es verdad. Voy a hacer que no se preocupe por mí.
Hogweed dice:
Creo que es lo mejor: andá a verlo, hablá con él también. ¿No vas a ver a tu papá?
Lagrima dice:
Está con mi vieja haciéndose el estudio. No es que se tenga que quedar.
Hogweed dice:
¿La llamaste?
Lagrima dice:
Si, ni bien me levanté llamé. Estaba entrando igual no sé si voy a estar acá cuando vuelva…
Hogweed dice:
Si estás con ellos, te vas; si estás sola, te aburrís: date cuenta de que el problema no son ellos, está pasando por otro lado.
Lagrima dice:
Bueno, ¿te agrego a mi lista de agresores? Tengo bastantes problemas como para bancarme que vos también te me pongas en contra.
Hogweed dice:
Sabés que soy cruel pero te cacheteo para que reacciones no para agredirte. Ya me conoces.
Lagrima dice:
Bueno, es que me molesta un poco que vos también me molestes con la comida y con algunas cosas, pero bueno…
Hogweed dice:
Tomalo o dejalo; no me voy a callar porque te moleste si estoy convencido de que te estás haciendo mal
Lagrima dice:
Pero tampoco que sea un tema cotidiano. Lo podemos hablar una vez, pero no todo el tiempo.
Hogweed dice:
Es un tema cotidiano, no cesa, continúa y empeora
Lagrima dice:
Bueno, yo no voy a discutir más esto, no tiene sentido. Yo te digo que como, vos decis que no como…
Hogweed dice:
Decirme que comés cuando no lo hacés, es lo mismo que decirme "sos un boludo y te digo lo que se me canta"
Lagrima dice:
Quiero que confíes en mí, gordo. Cuando no como nada te lo digo, entonces creeme cuando te digo que como. ¿Querés que te de acceso a mi diario donde anoto lo que como?
Hogweed dice:
Estás enferma y no te das cuenta.
Lagrima dice:
Me estoy cuidando, no es lo mismo. ¿Estás enojado conmigo?
Hogweed dice:
No tengo por qué estar enojado, si no te entran los conceptos con palabras, te entrarán a los golpes.
***
Mi vida se complicaba a pasos agigantados. Mis memorias eran cuadernos llenos de mentiras escritas con minuciosos detalles. No iban a hacerme cambiar de opinión. Por primera vez era líder de un grupo que funcionaba mundialmente: mecomoami me había llevado a un éxtasis hasta ese momento desconocido. Chicas que me pedían consejos, que me creían su ídolo, que querían parecerse a mí, que clamaban por mi atención. Ana y Lágrima fueron sinónimos y me sentí por fin reina del universo (al menos de aquel pequeño universo privado y cibernético). ¿Quieren destronarme por envidia? ¿Lo hacen porque ellos no pueden dejar de comer? ¿O realmente están convencidos de que estoy enferma?
Estaba segura de mi salud, de mi buena salud. Sabía que no iba a morirme de anorexia: también entendía que mi muerte me esperaba pronta en cualquier esquina, pero Ana y la Muerte no se parecían en nada. Aquella era una cara oscura y aún más esquelética que me buscaba cada noche y de quien conseguía huir con éxito cada vez. “Esperame, todavía no”.

4 de diciembre de 2003
Hogweed dice:
No quiero una mujer al lado mío con "cultura anoréxica". Tildame de retrógrado pero me parece una terrible estupidez. De psicología no sé un pomo, pero buscá ayuda urgente porque no vas a salir más de ese círculo enfermo en el que te metiste. No puedo soportar verte como te hacés mierda y que además estés convencida de que eso está bien. Te entiendo y entiendo que estás enferma y que necesitás una ayuda que yo no puedo darte porque por más que te hable cada vez estás peor.
Lagrima dice:
No estoy peor, estoy bien. Me cuido. Y no te preocupes de más, no va a ser más que un momento.
Hogweed dice:
Mi pronóstico es muy pesimista
Lagrima dice:
Podés equivocarte
Hogweed dice:
No mientras no comas y consumas pastillas para mantenerte caminando. Te voy a seguir persiguiendo. Hasta que no cambies tu actitud, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para forzarte a que lo hagas, aunque pierdas la confianza en mí
Lagrima dice:
Ayer cené pizza y helado, por ejemplo. No soy tan restrictiva y cedo ante la presión, lo sabés. No quiero que esto sea un infierno.
Hogweed dice:
¿Fuiste a vomitarlas en el mismo orden?
Lagrima dice:
¡Qué cruel podés ser cuando querés!
Hogweed dice:
Entonces alimentate como corresponde (la pizza y el helado no son precisamente buenos ejemplos) y dejate de joder
Lagrima dice:
Bueno, dejemos las amenazas...
Hogweed dice:
Cumplí con tu palabra y abandona esa manía enferma de no alimentarte. Sabés que no quiero ni pelear, ni seguir con esta mala onda y menos terminar hablando con tus viejos por este tema
Lagrima dice:
Vos sabés lo que hacés y sabés qué es lo que NO conviene hacer.
Hogweed dice:
Precisamente por eso te digo que abandones esa manía, porque desde mi clandestinidad no puedo hacer mucho pero si tengo que salir de este estado por tu salud, lo voy a hacer y no es una amenaza.
Lagrima dice:
¿Es una advertencia? Además, ¿qué pensás? ¿Que les vas a dar una noticia a mis viejos? ¿Que me van a obligar a comer? ¿Querés que me internen?
Hogweed dice:
Quiero que estés bien y los responsables siguen siendo ellos. Si ellos no quieren hacer nada que se desliguen del problema y me lo encarguen, pero yo de brazos cruzados no me quedo.