miércoles, 17 de junio de 2009

18. Vomito cosmico


No iba a ponerme mal. Estaba en Mar del Plata con mis amigas de la facultad, no podía arruinar ese momento. Decidí que iba a hacer como si no hubiera pasado nada: iba a divertirme, iba a subirme a las calesitas con malvados caballos de plástico riéndose de mí mientras vibraban de arriba abajo sin parar.
Sí iba a ponerme mal. Porque en cuanto mis amigas aquella noche en Mar del Plata se arreglaban para salir, se me llenó la cabeza de preguntas, el inconsciente de nostalgia y el presente de necesidades. Necesidad de llamarlo, se sentir, de saber si iba a estar conmigo en aquella cuidad. Urgencia de tocarlo, de saber que no estaba lejos, de revivir encuentros, de sobrevivir a la nostalgia.
Entonces lo llamé, pidiendo silencio en el departamento, mientras dolores cocinaba, pilar ponía la mesa y maría las ayudaba. Yo llamaba a su celular. No pudo haber sido peor: incluso podría haber sido más reconfortante y menos incómodo que no me atendiese del todo. Lo llamé y atendió.
Me dijo hola y le pregunté dónde estaba. Tardó algunos segundos en contestarme, como si lo hubiese estado pensado. De fondo escuché la voz de un bebé que decía: “mami comprame…”. “Estoy… estoy… estoy en el supermercado” dijo por fin cuando el bebé lo dejó hablar. Le pregunté con quién estaba y me dijo, en tono de broma “con mi esposa y mi hijo”. No me gustan esas bromas, no fue gracioso. Estaba en el supermercado con Romina y Ulises ¿puede haber algo más trágico que aquella imagen de la familia feliz? No podía soportarlo. La angustia me hizo un nudo en la cabeza que comenzó a dolerme a medidas desubicadas. “Pero… ¿no ibas a venir a mardel?” pregunté ingenua. “Uff… bueno, no creo que vaya. No. Es que por fin nos estamos mudando y tenemos mil cosas para hacer todavía. La casa es un desastre. Es enorme y hay que limpiarla y encima hay que cuidar a Ulises así que no; supongo que me voy a quedar acá todo el fin de semana”.
El eco maldito en mi cabeza muy hueca repicaba una y mil veces: “NOS ESTAMOS mudando, TENEMOS mil cosas para hacer”, “nos estamos mudando”, “tenemos”, “nos estamos mudando”, “tenemos”.
¡Y Ulises metido en el medio! Era más diabólico de lo que pensaba que hubiese sido posible. Ese bebé estúpido quitándole el lugar a Ursula. ¿Por qué ese bebé le despertaba a Alejandro todo aquello que le había negado a mi hijita? ¿Por qué la vida fue tan injusta conmigo? Muy bien, eso era más de lo que yo podía soportar. Alejandro que una vez más me abandonaba. Alejandro que una vez más me reemplazaba y reemplazaba a Ursula por Ulises. Por cierto, era exageradamente más de lo que hubiera podido soportar cualquier persona en mi situación. Decidí que iba a hacer algo al respecto: y después me di cuenta de que estaba vencida. Ya vencida. Aún vencida. Siempre vencida. Tomé consciencia y pensé: no voy a hacer absolutamente nada, porque no hay nada que pueda yo hacer. ¿Qué puede dolerle a Alejandro? ¿Qué puede hacerlo reaccionar? Nada lo toca, nada lo conmueve, es intocable, es una pieza del museo de acerco inoxidable de Madame Tussauds. No había cómo derretirlo, cómo oxidarlo, cómo siquiera hacerle una ralladura. No. Alejandro magno, el inconmovible, había ganado la batalla una vez más y yo no era capaz siquiera de defenderme. Las mías fueron siempre batallas perdidas.
Después de colgar el teléfono mi mundo se diluyó en remembranzas de la nada. No existía nada, no había nada, mi mundo era una completa negación de la existencia de cualquier cosa ajena a Alejandro, que a su vez, paseaba fantasmal en mis memorias recientes.
Afuera de mi cabeza, el mundo continuaba moviéndose, aunque me resultara poco interesante. Las chicas me dijeron que la cena estaba lista, así que decidí omitir cualquier comentario respecto del supermercado, de mi hija reemplazada y hasta de mi propio reemplazo, y me senté a comer, como si nada. Ñoquis, no me voy a olvidar que comimos ñoquis.
Poco después de la cena, decidieron (ellas) que íbamos a salir a bailar. Yo nunca quise salir con ellas, pero en este caso no tenía absolutamente nada que perder. Me cambié, me pinté, me arreglé un poco el pelo y decidí que esa noche iba a tomar alcohol. Mientras ellas consumían cerveza en cantidades inidentificables, yo empecé casi sin querer a convertirme en una alcohólica anónima llenando vasos y vasos de licor de melón. Todavía recuerdo el gusto de ese licor y me siguen dando nauseas, es cierto.
Tomé tanto alcohol que en media hora estaba en otro planeta. Lo llamé a Alejandro y tenía el celular apagado, le dejé mensajes diciéndole que por su culpa estaba borracha y que necesitaba que viniera a rescatarme. Nunca había estado ebria en mi vida (sola, digo, sin compañía de Alejandro): sentía un malestar creciente desde mi garganta hasta el estómago o donde fuera que se alojan esas porquerías. Estaba realmente en problemas, tenía ganas de acostarme y dormir para siempre. No solamente había sido abandonada y reemplazada sino también estaba borracha y perdida; supongo que no hay imagen más patética que aquella.
En el departamento de mar del plata teníamos una nueva huésped: otra Dolores (llamémosla Loli) que también era compañera nuestra de la universidad en aquel momento. Loli se dio cuenta de mi estado de inmunidad cerebral y me dijo: “Cielo, ¿te sentís bien?”. Le contesté que cualquier persona con medio dedo de frente hubiera sabido la respuesta sin preguntar siquiera. “Bueno, escuchame, es mejor que vomites entonces”. No sé vomitar, eso le dije. Y a decir verdad era una imagen un tanto más desagradable que esta borrachera amorosa que tenía encima. “Yo te ayudo, vamos al baño y te meto los dedos”. Ahora que lo pienso… ¡Qué valiente fue Loli! Meterle los dedos a alguien en la garganta… argh… ¡qué desastre! Hubiera preferido metérmelos yo, claro, pero no sabía si me animaba ni tampoco cómo hacerlo.
Loli lo hizo e instantáneamente, después de vomitar, me sentí muchísimo mejor. Al vomitar experimenté una descarga que no había sentido antes: flotaban entonces ñoquis con licor de melón y algunas muchas penas concebidas por Alejandro aquellos últimos días antes de este.
Sorprendentemente una acción desagradable me llevó a sentirme bien. Era como mi vida: estar con Alejandro, odiarlo, sus actitudes soeces y todo lo demás me llevaban a extremos inesperados de felicidad. Vomitar me hacía bien.
Estaba un tanto confundida: era agosto de 2003 y yo era un puñado de esperanzas sin sentido; era abandonada, una estudiante que se esforzaba y aún no sabía si realmente quería ser periodista, una mujer que se odiaba a sí misma por amar a otro y que en este momento disfrutaba de vomitar. Era absurdo. Aquella noche, después de vomitar, me acosté en la cama y me quedé ahí, aliviada y con mucho asco, sin fuerzas siquiera para agredirlo o agredirme, para insultarlo o insultarme… simplemente quería dormir. Lo hice en pocos minutos y mientras me cubría un velo de sueños y recuerdos de un inodoro, escuchaba vagamente que mis amigas se iban a bailar. Está bien, que se vayan. Yo ya saqué de mí todo lo que podía hacerme mal, ahora me siento segura.
No tuve tiempo de sentirme sola o con miedo por haberme quedado en aquel departamento mientras todas las demás se divertían y hacían probablemente comentarios graciosos acerca de mi borrachera. Me dormí enseguida, sin pensarlo, escuchando comentarios lejanos, como provenientes de la imaginación (incluso probablemente imaginados) y hasta la mañana siguiente allí me quedé. Tirada, exhausta, impávida.
Al despertarme, el día siguiente, recordé lo que había sucedido: miles de ecos gritaban sin piedad en mi cabeza: “nos estamos mudando”, “¿te meto los dedos?”, “ahora me siento mejor”. Cuando se levantaron mis amigas, decidimos ir a almorzar al patio de comidas del paseo de compras más cercano. Fuimos a Mc Donalds y pedí un sándwich de pollo con lechuga y mayonesa. Lo comí entero pero mucho antes de terminarlo ya me estaba sintiendo mal: me dolía muchísimo el estómago y sentía que ese sándwich estaba de más, que no era necesario alojarlo en mi estómago. Me sentía mal: la última vez que me había sentido mal, lo solucioné vomitando; muy bien, iba a solucionarlo en aquel momento. Me levanté y me dirigí al baño. Una vez ahí, dudé, así que me acerqué al inodoro e hice pis (como si hubiera ido para eso). Tomé valor y me metí los dedos hasta la garganta, rozando el paladar con mis uñas. Muy bien, eso dolió: tenía que evitar, a partir de ese momento, que mis uñas lastimasen mi paladar. Volví a hacer el intento y en menos de tres minutos la hamburguesa de pollo y muchas de las papas que había comido flotaban en el inodoro. Sí, es desagradable, pero es la verdad. No me sentía mejor: me salían lágrimas de los ojos (por miedo o por hacer fuerza) y se me había congestionado la nariz en cuestión de segundos. Pero mi estómago estaba vacío y ya no sentía ganas imprudentes de vomitarle a alguna de mis amigas en la cara. Muy bien, aquel iba a ser mi secreto: nadie tenía que enterarse. No porque pensase que estaba mal lo que estaba haciendo, sino porque no quería que se crearan rumores y sobretodo porque no quería que nadie develara mi fórmula para estar mejor. La había inventado yo, eso creía.
Lo cierto es que a partir de aquel día vomité cada una de las comidas que invitaba a mi estómago (muchas de ellas siquiera llegaron a pedir hospedaje en él). Era una máquina de hacerme sentir bien, es decir: no paraba de vomitar. Y en aquel momento esa era mi manera de elegir; porque nunca había podido elegir: tenía que comer, tenía que estudiar, tenía que tener amigas y tenía que pintarme y ser bonita. Perfecto, pero ahora además decidía vomitar y sacarme las porquerías que tenía adentro. En consecuencia, una vez más, la comida pasó a ser una porquería y de nuevo empecé a adelgazar a pasos agigantados.
En un principio simplemente vomitaba las comidas, entiéndase: almuerzo, merienda y cena (nunca desayuné, jamás). Más tarde vomitaba té, café, cualquier pedazo de galleta por minúsculo que fuere; cualquier cosa que entraba por mi boca tenía que salir por mi boca, no había otra salida permitida.
Mis amigas no se daban cuenta, lo cual era fabuloso y me daba libertad absoluta para comer y vomitar las veces que quisiera. Así, empecé a comer cantidades estrafalarias que nunca en mi vida había pensado en digerir: era divertido saber que en caso de sentirme mal (o en cualquier caso) podía retirar la maldita comida de mi sistema. Era inmune a todo, nada me afectaba. Mientras las demás comían y alojaban grasa en sus cuerpos, yo comía incluso más y quedaba más flaca, sin panza, sin hincharme, sin nada. Nada excepto jugos gástricos que amenazaban con acabar con mi estómago y un aliento que hablaba del tráfico de comida que ocurría cada vez que metía algo en mi boca. Sin contar estos detalles, era el plan perfecto.
Ya era el tercer día en mar del plata y no estaba de buen humor: me irritaba cualquier cosa que hicieran mis amigas y cualquier plan me parecía aburrido. Empecé a negarme la comida porque me daba mucha pereza ir a vomitar, así que en principio decidí no comer hasta que tuviera muchísimo hambre e incluso más ganas de vomitar que de comer. Los míos eran vómitos cósmicos, siderales… dejaban estelas de comida pegados en las paredes de los inodoros que visitaba. Después de vomitar, tenía que toser hasta que se me fuera la sensación de “comida atrapada” en algún escondite de mi garganta; también debía lavarme los dientes o comer un chicle de menta, lavarme las manos, secarme las lágrimas provocadas por el esfuerzo y esperar a que los ojos rojos volvieran a ser blancos antes de volver a la vida normal.
Y nadie se daba cuenta de nada. Era increíble: o yo era muy buena actriz y simulaba perfectamente un estado de felicidad natural, o les importaba demasiado poco como para pensar por qué iba tantas veces al baño, me demoraba tanto tiempo y siempre salía tosiendo o carraspeando.
El problema era volver a casa, siempre el problema fue ese. En mar del plata me sentía libre de hacer cualquier cosa que me gustara o se me antojara y además mis amigas no iban a decirme qué hacer o no (de hecho fue una de ellas quien me enseñó lo que ahora se había vuelto un hábito), ¿pero qué iba a hacer en casa? Todavía no sabía vomitar silenciosamente, sí intentaba reprimir tos y ruidos extraños (ejemplo: arcadas) pero no lo hacía satisfactoriamente todavía. En casa iban a darse cuenta de mi condición de expulsa-malestares en cuestión de horas; así que tenía que aprender a hacer silencio o dejar de comer del todo.
El día que volví a casa, hablé con Alejandro: le dije que habían sido unas pequeñas pero maravillosas vacaciones y que me había divertido muchísimo a pesar de su ausencia. Me contó que se había mudado y que estaba muy cómodo con su flamante concubina e hijo. Lo dejé regodearse en miseria de vida y volví a la mía que no se diferenciaba demasiado de la suya. En aquel momento supe que volverlo a ver iba a ser muy difícil y que era mejor que Alejandro no se enterase todavía de lo que yo hacía como método para lidiar con toda la mierda que tenía adentro, con la que consumía, con la que me tocaba vivir. No iba a decírselo, no por ahora.

29 de agosto de 2003
Todavía tengo su perfume en mis manos, debajo de mi ropa. Fue la despedida del departamento, pero yo me fui casi sin despedirme, pensando absurdamente que esa no podía ser la última vez que fuera al 147 de la calle Estévez.
Tomé consciencia cuando vi las paredes peladas, sin cuadros. Las repisas con libros ya no estaban, tampoco los cuadros egipcios. Faltaba el equipo de música y en su lugar estaba el radio-despertador sintonizando la 100.7. Tampoco estaba el monitor de la computadora desde donde escribí mi primera nota periodística. Faltaba también el corcho lleno de fotos donde solía fijarme, esperanzada, si me incluía en alguna (nunca lo hizo). Ni platos, ni vasos, ni cubiertos en la cocina. Solamente botellas de alcohol incluyendo la que tomamos horas después.
Todo el departamento gritaba: “¡aprovechame, es el último día!”. Pero algo en mí decía que no, que no era la última vez, que no podía ser la última vez. A la hora de irnos, al día siguiente, me di cuenta de que realmente las cajas en el piso estaban llenas de sus cosas para llevarse del departamento. Cuando nos íbamos, cargó la computadora en sus brazos y llamó el ascensor.
Quedaba el departamento vacío detrás de la puerta que se cerraba. Ponía llave en la cerradura de la puerta blanca que rezaba “05” en números dorados. Sentí el perfume por última vez. Cerró la puerta y olí a comida; segundos más tarde el ascensor olía a tostadas. Cuando la puerta estuvo cerrada me di cuenta de que había desperdiciado el tiempo: tendría que haberle echado un último vistazo al dormitorio donde hicimos el amor por primera vez. Tendría que haber mirado por última vez el bañito donde nos bañamos juntos. Debería haber recorrido por vez última la cocina donde preparó manjares para que cenáramos. Pero la puerta estaba cerrada y el “05” dorado me miraba fijo. Se abrió la puerta del ascensor y había una mujer adentro que saludó: “buenos días”. Y no me atreví a mirar mi imagen en el espejo; la despedida era demasiado desgarradora.
Nos subimos al auto. El reproductor de cd tocaba Zero7. “Es un lugar común”- pensé. Él cantaba, tarareaba, inventaba letras que yo sabía obsesivamente a la perfección. Se desplazó por la cochera y salí por última vez del edificio que me obsesionó desde 1999. Saludó al guardia de seguridad. Era de día, un hermoso día en Avellaneda. Cuando salimos había un duna colorado con balizas a mi derecha: recordé noches anteriores con autos estacionados en aquel mismo lugar. Todo me trae recuerdos en Avellaneda: todas las cosas me remiten a olores, situaciones, frases. No voy a volver a ese edificio (es extraño decirlo y que por primera vez sepa que es cierto y aún peor: que no puedo hacer nada al respecto).
Y, de nuevo, cuando nos alejábamos no miré por última vez el edificio: de todos modos lo veo cada día cuando voy a la universidad. ¿Por dentro? Por dentro jamás lo volveré a ver.
***
Aquella noche, aquella última noche en el departamento, tomamos muchísimo alcohol. Vale aclarar: muchísimo alcohol para mí son dos copas de champagne; es decir, dos copas son suficientes como para verme, hacerme y decirme como más le plazca a quien esté conmigo. Aquella noche de alcohol, hice una revelación a Alejandro. Casi sin querer y sin querer divertidamente le confesé que era bulímica. Me preguntó cuánto hacía de aquello y le contesté quince días, aunque hacía menos. Supuse que si le decía quince días lo iba a tomar más en serio. Me preguntó por qué lo estaba haciendo, si me veía gorda, etc; y yo me quedé pensando: a decir verdad, no me sentía gorda y tampoco sabía muy bien por qué lo hacía (y no podía sacar conclusiones en ese estado de ebriedad). Así que para salir de aquella situación fingí estar más borracha de lo que en realidad estaba y de a poco me quedé dormida.
Me acosté, con la luz apagada. Lo único que podía percibir era un pequeñísimo punto colorado del televisor, era una luz colorada. La luz se movía incoherentemente: arriba, abajo, izquierda, abajo, arriba, derecha, abajo, izquierda. Era yo: era mi cabeza que daba vueltas. Decidí cerrar los ojos: aquella lucecita me estaba sacando de quicio. Cerré los ojos y fue peor aún; ahora todo daba vueltas, no solamente la luz colorada. Así que me quedé con los ojos abiertos mirando hacia el techo y pensando en nada. A decir verdad, sí pensaba en algo: Alejandro ya roncaba al lado mío. ¿Cómo puede dormirse alguien tan rápido minutos después de semejante confesión? Alejandro podía, su mente lo llevaba a límites de despersonalización asombrosos. Nada le afectaba demasiado, nunca se sobresaltaba y todo tenía solución: incluso mi bulimia. También supongo que pensó que se me iba a pasar pronto… y eso me incentivó más y más para llevar a cabo mi propósito: que se preocupara por mí. Después de aquella noche de confesiones ya nunca más volví al departamento que frecuentaba desde los quince años, ya nunca más subí por ese ascensor, nunca jamás volví a dormir allí y nunca más volví a ser la misma. Ahora además de odiarme y odiarlo vomitaba cósmicamente, sin saber quizás que el peor vómito estaba por venir: el que deja de existir y se convierte en nada.

17. La capsula malvada


La parte de mi vida que voy a contar a continuación tiene tanto que ver con conejos y arco iris como tiene que ver con la política económica australiana. Ajústense los cinturones y por favor permanezcan sentados. Este es un vuelo propenso a estrellarse, como cada vez que lo cuento. Y sin embargo, sigo volando.
Quisiera o no, que Alejandro se estuviera con la hermana gemela de su primer amor me estaba corroyendo el espíritu y lo poco de autoestima y esperanzas que albergaba (quizá inútilmente). Nunca me gustó dar lástima y por ello en la universidad ninguna de mis amigas siquiera sabía lo mal que la estaba pasando. Había vuelto el arlequín, el muñequito de torta, el disfraz de la mujer maravilla, todos juntos, combinados intentando formar una nueva personalidad para confrontar este momento: abandono. Y peor aún: reemplazo.
Porque sí, sabemos que tengo un tema con el abandono (y que probablemente se deba a algún desvarío de mi infancia) pero si hay algo que me cuesta más que el abandono es el reemplazo. Palabra fuerte, si las hay. Ser abandonado es desprenderse de un lazo, desajustarse el cinturón: sentirse inseguro. Cuando alguien me abandona me siento huérfana, perdida, sin tierra. Soy Ammar Mousa, luchando contra los israelitas. Soy yo, entre la neblina buscando el camino de vuelta a ninguna parte. Ese es el abandono: una casa vacía y yo gritando el nombre de quien me abandonó; abandono es un eco que dice Alejandro, Alejandro, Alejandro, incansablemente en mis dos oídos para siempre.
En cambio, el reemplazo es aún peor. Es un bosque sin neblina, donde claramente veo que no solo me han dejado a un lado, sino que lo hicieron por un propósito o mejor: por una persona. Que me abandonen y se retiren con las manos vacías, bien, podría entenderlo después de un intento de suicidio y cinco años de terapia, pero que me abandonen para irse con otra persona eso jamás. No voy a poder entenderlo, no pude entenderlo y no lo entiendo, ni quiero, ni pienso, ni nada. No. Es una negación absoluta, el reemplazo es sinónimo de sofocación, de que me falta el aire, de que me puedo morir inmersa en convulsiones sin remedio alguno. No me reemplaces Alejandro, jamás.
Y como si se lo hubiera pedido, lo hizo. No se estaba yendo a vivir a Monte Grande porque quería estar cerca de su familia. Se había ido a vivir con una mujer: ¿cómo puedo luchar yo contra una mujer que le recuerda a alguien a quien ama y que tiene un hijo que despierta los instintos paternales en un hombre que rechazó a mi propia hija? No puedo competir con un bebé. Siento darme por vencida antes de la pelea, pero prefiero que mi cadáver luzca bien; no necesito morirme destrozada y enterrada en una fosa comunitaria porque mis viejos no pudieron reconocer mi cuerpo. No. Y aún así, con la pena y el abandono mordiéndome los tobillos y las muñecas, con el reemplazo tirándome de los pelos, decidí callarme y dejar pensar a mis amigas que todo estaba bien, que no necesitaba de Alejandro para estar viva, que podía superarlo.
Las veces que lo contaba lo hacía en forma de chiste, supongo que es mi mecanismo de defensa: “¿Sabés qué? Te vas a morir… a mí sola me pueden pasar estas cosas, escuchá: Alejandro se mudó con la hermana gemela de su primer amor, que a la vez es la ex esposa de su mejor amigo y que tienen un hijo juntos ¡y como que Alejandro ahora es el padre!”. Las respuestas a mi relato eran risas mezcladas con algunos: “¡no… no puede ser!”. Así, terminaba riéndome yo también, sin sospechar que el que ríe al último ríe peor.
Era agosto de 2003 y Alejandro me estaba abandonando. En la universidad nos daban una semana de vacaciones antes de ponernos a rendir los exámenes finales (exámenes que para estar en segundo año de una carrera universitaria me importaban demasiado poco y no obstante tenía que estudiar aunque no quisiera). Con mis compañeras de la UCA decidí irme de viaje a Mar del Plata, una ciudad balnearia a 400 kilómetros de la capital de Buenos Aires; ciudad donde tengo un departamento bastante grande como para hospedarnos por cuatro días. Pilar, Buya, Dolores y yo emprendimos viaje hacia la ciudad del mar plateado un jueves al término de la cursada en la universidad. No iba a permitir que un abandono de ese calibre me arruinase las “mini- vacaciones” con mis amigas de la facultad, así que le dije a Alejandro que iba a estar en Mardel y emprendí retirada.
“Quizás vaya, necesito despejarme y mar del plata me gusta para hacerlo”. Y entendamos: cuando él dice “quizás vaya” yo escucho: “esperame porque voy”. Sí, sé que mi tergiversada cabeza escucha y entiende lo que necesita, todo según le convenga, pero no puedo evitarlo. Desde que empecé a hacer la valija hasta que llegué a mar del plata me estuve imaginando mi felicidad y lo bien que la pasaríamos si Alejandro llegaba a ir. Iba a ser el viaje perfecto: con amigas y con él. Pero no tuve en cuenta que mi imaginación es fatal: y que si la realidad no se asemeja al dibujo que formé en mi cabeza aquello puede dar como resultado una situación letal, tal y como sucedió.
Cuando llegamos al departamento, acomodamos la ropa, fuimos al supermercado, compramos alcohol para la noche (¿ya dije que no tomo alcohol? No me gusta, sólo en ocasiones especiales, a.k.a alejandro) y comida para sobrevivir (en caso de que la necesitáramos) y nos divertimos muchísimo. Hicimos cosas estúpidas pero esa era mi relación con Pilar, con Dolores y con María: diversión. No había lugar para mis enfermizas depresiones, ni para mis llantos descuajeringados. No, con ellas todo era divertido. Pero en el momento cuando me quedaba sola, la realidad me abofeteaba como suele hacerlo y el eco en mi cabeza cantaba un tétrico “Alejandro no vino, Alejandro no vino, Alejandro no llama”.
Fuimos a un carrusel y simulando ser infantes montamos caballitos de plástico riéndonos a carcajada viva y quiero jurar que eran carcajadas sinceras, que en ningún momento fingí mi alegría. Pero fue quizás peor: cuanto más alto está mi ánimo, más dura es la caída hacia el precipicio alejandrístico cuando tomo consciencia de la realidad. Porque la realidad no tiene caballitos de plástico, ni amigas que ríen las veinticuatro horas: la realidad es un cielo solitario y lloroso abandonado y reemplazado. Uno de los caballos alados del carrusel me había llevado hasta lo más alto de una nube en mi alegría espontánea y un llamado telefónico se encargó de hacer el caballito trizas con un disparo de realidad que pegó duro, que fue más fuerte que la imaginación y más frío que una cuchilla atravesándome el estómago.
Un llamado puede deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba. Nadie sabía nada y yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el advenimiento de una muerte inexorable.

16. Adicta


Turn and run
Nothing can stop them
Around every river and canal
their power is growing.
(The return of the Giant Hogweed,
Genesis).

Volvió. Él volvió… o volví yo. No iba a terminar, sabía que no iba a terminar. Soy enfermizamente débil. Después de diez meses otra vez Alejandro. Como en la canción de Génesis el gigante volvió y enredó al mundo con sus hojas violentas, con sus palabras dolorosas, con sus actitudes hirientes.
Su comportamiento no cambió, simplemente se le ocurrió volver, quién sabe por qué razón. Yo, siempre dispuesta a recibirlo, no me quejé. Ahora nuestro sexo era salvaje, casi siempre con alcohol de por medio y dulce violencia. Quería eso: ser maltratada específicamente. Alejandro, el Gran Orador, siempre fue amante de la persuasión, de la ironía, de los dobles sentidos (y fue en todo caso mi mejor mentor). Me había maltratado durante años y hacía de ese maltrato algo casi imperceptible. Ahora necesitaba que esa violencia invisible mutara en cachetazos, en nalgadas, en palabras vulgares y violentas. Necesitaba escuchar: “puta, te voy a coger toda”. Necesitaba que me pegue, necesitaba. Y Alejandro me daba. Dar y recibir. Mi droga, otra vez. Otra vez adicta.
Si embargo las cosas estaban cambiando. Alejandro ya no estaba con Marina. ¿En qué cambiaba eso las cosas? En nada. Obviamente siempre albergué en mi cabeza la esperanza de que se pelease con Marina y volviese conmigo, pero la estúpida nunca se dio cuenta de que su novio la engañaba a horarios desubicados entonces simplemente tardó demasiado en separase de él. Y digo demasiado porque después de Ursula, todo el amor que le tenía Alejandro se convirtió en un rifle de rencor comprimido y yo en una guerrillera capaz de cualquier cosa, incluso de matar. Matarme, claro, jamás le hubiera hecho daño a él.
Ursula había dejado en mí el vestigio de un futuro prometedor pero al fin ilusorio: donde los alejandros eran padres y los cielos hermosas madres, y las ursulas se paseaban con trenzas doradas por el jardín lleno de rosas de nuestra casa.
Rosas. Es típico que los novios regalen rosas a las novias. Para mí no es típico sino irónico, es decir: nunca me regalen rosas. Cuando tenía nueve meses y estaba aprendiendo a caminar, mamá me llevaba de la mano alrededor del que era mi jardín en ese entonces (y que lo fue hasta los catorce años). Empecé a dar unos primeros pasos y Mami me soltó, me dio libertad. No hice más de cuatro pasos antes de caer sobre una planta de rosas. Y cuando digo rosas digo espinas, y cuando digo espinas digo que una planta se me metió en la boca (nueve meses de vida, por dios) y me rompió los labios. Además, las espinas del rosedal se encargaron de dibujarme un siete en la garganta. Me estaba desangrando. Mamá me tomó entre sus brazos (yo en su lugar me hubiera quedado mirando como me desangraba, en todo caso me hubiera ahorrado todas las tragedias que me ocurrieron 20 años después) y corrió a la calle con el bebé en brazos empapado en sangre. Nadie paraba (¿Cómo podés no parar cuando ves a una mujer bordó con un bebé bordó en brazos y a su alrededor una laguna bordó? Podes, pasó). Nos recogieron, a Mamá y a mí y nos llevaron a un hospital. Cirugía, por supuesto: reconstrucción de garganta, de paladar, de no sé qué otra cosa. Todavía me miro al espejo y veo las cicatrices casi imperceptibles para quienes no conocen mi historia, pero visibles para mí, que es más que suficiente.

Rosas no, supongo que quedó claro. Pero por Ursula me hubiera tragado miles de rosedales (por Alejandro solo un par, de hecho: le haría tragar algunos a él). No iba a volver a ser lo mismo porque estaba decepcionada, el hombre no me quería, no me respetaba y aún así lo necesitaba para existir, la abstinencia me dejaba sin aliento, me ahogaba en una pileta de rosas. Sus palabras, sus mentiras, eran como espinas clavadas deliberadamente en mi cuerpo: las necesitaba allí, si alguien las sacaba me iba a desangrar con seguridad. Si sacaban la espina me moría, las necesitaba, necesitaba esas mentiras, necesito verlo.
En septiembre de 2003 me dijo que se estaba mudando. Había alquilado una casa en Monte Grande, lo cual era bueno y malo: era bueno porque no lo iba a ver tanto y era malo por la misma razón. ¡Trágico! ¡Se estaba alejando! Pero la verdadera noticia caliente del día no fue esa sino: “No me mudo solo. Es una casa enorme. Me mudo con Romina”. Ahora sí, elimínenme, desháganse de lo que queda de mí, transfórmenlo en pochochos y dénselos a Alejandro para cuando vaya al cine a ver una de terror. “Está todo bien, con Romina no pasa nada, es una amiga de toda la vida”.
Ya lo creo. Alejandro estuvo enamorado solo una vez (y supongo que porque era adolescente y dejó sus instintos correr, porque toda su post adolescencia la pasó en la universidad del freezer, perfeccionándose en el arte del congelamiento humano) y esta mujer que había logrado tal hazaña era la hermana de Romina, la que se estaba mudando con él. Pero, lean bien, no termina acá. Son hermanas gemelas. Es decir: no hay diferencias físicas entre Romina y su hermana ex novia de Alejandro. Y supongo que tampoco hay diferencias en la forma de hablar, ni en los gestos, ni en cómo piensan porque básicamente todos los miembros de una familia se copian unos a otros en estilo, timbre y tono y bla bla bla… ¡era desesperante!
Es decir, si yo me mudase con un Alejandro gemelo, con un clon o un hermano desaparecido, me moriría. Cada vez que lo viese me recordaría a Alejandro, sobretodo cuando no hay diferencias físicas entre los hermanos. Era imposible soportar la noticia, imposible. Pero era un nuevo desafío y en mi vida siempre fueron más que bienvenidos.
Así que Alejandro estaba reviviendo su enamoramiento con Romina y para colmo de todos los males estaba Ulises (¿tenía que parecerse tanto a la imagen mental que yo tengo de Ursula?) el hijo de tres o cuatro años de Romina (que había tenido ese hijo muy joven y no se llevaba bien con el padre de su hijo: que a la vez es el mejor amigo de Alejandro). Hay cosas que no voy a entender jamás. Es como si yo me hubiese mudado con el hermano gemelo de Alejandro, que a su vez tuvo un hijo con mi mejor amiga Pilar. ¿Cómo se sentiría Pilar si yo viviese con su ex marido, gemelo de Alejandro, y estuviera criando a su hijo? No, no, no. No tiene lógica, no tiene coherencia: siempre esperé cosas sorprendentes referidas a él pero esto era más de lo que podía asimilar.
Eso me gusta de él: nunca deja de sorprenderme. Siempre hay nuevas historias. No me sorprendería que algún día me dijera tranquilamente que está pensando en ser presidente de la nación o que va a postularse como candidato a ganar un reality show o el mundial de fútbol. Me divierte, me alucina, me hace pensar en la versatilidad de las personas. Me deja pensando, odiando, amando.
Así que Romina, Alejandro y Ulises iban a ser una hermosa familia feliz. Ahora sí iba a terminarse todo. Es decir ¡incompatibilidad de caracteres! Seguir viéndonos era ridículo: yo no podía ir a esa casa y verlo jugar al jardín de infantes, o al padre preocupado o al amante misterioso con una esposa que no es suya y un hijo que no le pertenece. No podía.
Sí podía y de hecho, no tardé en hacerlo. Pensé que Alejandro jamás me llevaría a esa casa, que no solamente quedaba lejos sino que ni siquiera era solo suya. Otra vez estaba equivocada, como siempre en lo que respecta a él. Pasan los años y sigo pensando que lo conozco y estoy quizás más desorientada que antes. ¿Dónde quedó ese chico de veintitrés años que me trataba como a una muñeca y me contaba cuentos? Yo quiero que me cuentes cuentos. Quiero un cuento de conejos y arco iris.

24 de junio de 2003
Alejandro me dijo algo que me dejó pensando. “Vos no vivis la vida, sufris la vida. Tenés que disfrutar un poco más y no sufrir tanto”. Quizás tenga razón. No puedo tomarme la vida menos en serio, como me dijo un médico. “Cielo, tenés que tomarte la vida menos en serio”- contestó cuando le pregunté por qué tenía semejante dolor de cabeza y estómago. Somatizo, es lo que hago para defenderme. Me enojo con mi cuerpo y él es mi estatuilla de arena moldeable para hacer lo que sienta en el momento que quiera. Pobre de mi cuerpo. Pobre de mí.

2 de julio de 2003
Alejandro no aparece. Le dejé un mensaje en el contestador pero no me devolvió la llamada. No sé qué quiere decir esto, así que lo voy a llamar cuando se me antoje.

13 de agosto de 2003
Estoy completamente enamorada de Alejandro. Tal vez hoy más que antes porque la obsesión se fue y ahora puedo conocerlo realmente. Ayer no solo se trató de sexo: tuvimos una conversación acerca de su futura mudanza y de sus ganas de dejar de pasar las tardes solo. También hablamos de otras cosas que no vienen al caso, sin siquiera insinuar comportamientos sexuales. ¡Tengo tantas expectativas con este hombre! Imaginen mi paranoia cuando me desperté y no estaba al lado mío. Grité “¡Ale!” lo más fuerte que pude “¡¿Dónde estás?!”. Salió del baño y me miró extrañado: “estaba bañándome”- dijo tranquilamente. ¡Lo amo muchísimo! ¡Mucho! Si va a mar del plata va a ser el mejor viaje de mi vida.

15. Welcome bèlle Úrsula!


17 de marzo de 2002
Me voy a ver con Hogweed, tengo diarrea; mis nervios son escabrosos. ¿Vendrá? ¡Tengo miedo! ¡Ay, por Dios! Encima tengo cara de cansada por haberme despertado temprano para venir a esta maldita facultad. Ya cinco personas me preguntaron si me pasaba algo. ¡Tengo sueño! Eso es todo. Y además que quizás sea la última vez que vea al amor de mi vida.
Así soy: extremista hasta límites insospechados. Siempre pienso que la gente me quiere abandonar o engañar o simplemente desconfía de mí. Ese “gorda, nunca me vas a perder” era el sustento con menos sentido que alguna vez me hubiese sostenido. Sabía que era una frase mentirosa para cambiar de etapa, es decir, para dejar de llorar y empezar a coger; pero, de todas maneras, era lo único que me quedaba. Esa frase era mi único sustento. Y aunque ya tenía casi un año de antigüedad, cabía perfectamente en el presente: yo no quería que me deje e iba a recordárselo si era necesario. Además, amo congelar frases. Suponía en ese entonces, o quería suponer, que frases como aquella no tenían fecha de caducidad. Y sin embargo…
Alejandro llegó. Me pasó a buscar y como cada vez que nos veíamos, me arrastró con su auto hasta el departamento de Avellaneda. No, no piensen que era aburrido o monótono, nada más lejos de eso. Estar juntos era más que un encuentro sexual para mí: era revivir mis quince años, la época cuando me creía hermosa e inteligente. Y de alguna manera estar con él era reivindicar todo lo que no había podido ser, pero que siempre fue adentro de mi cabeza. Eso era: una , azucarada venganza que no le hacía mal a nadie, excepto a mí.
Los días siguientes la facultad se convirtió en “el edificio donde Alejandro estacionó justo después de dormir conmigo”. Y las lapiceras pasaron a ser “el elemento con el que escribí la nota en la casa de Alejandro” y Cerati pasó a ser mi cantante favorito y en media hora ya sabía todas las letras de Sting.
Las cosas pierden identidad cuando él las toca, cuando él las visita, cuando él existe cerca. Mi subjetividad y mi imaginación habían hecho un pacto diabólico para volverme completamente loca. Necesitaba verlo nuevamente, pero como una droga: por el momento estaba satisfecha, no quería pedir más, no quería tener una sobredosis (ni pecar de gula, en todo caso). Eso es Alejandro: una droga. Necesito, me da. Necesito, me da. Necesito, no esta. ¿Qué hago? Necesito. ¿Y qué más? Necesito. Necesito. Abstinencia: crisis de llanto, electricidad, me muero (acto fallido: escribí “muero” en lugar de “duermo”). Aclaro, no pienso eliminar mis fallidos, que son más interesantes que mi historia y que cualquier cosa que mi consciencia pueda recordar. Entonces, mi inconsciente me dice que me muero, probablemente sea cierto. Y cuando estoy casi dentro del sarcófago (porque mínimo quiero morir y que me entierren al mejor estilo faraón egipcio) Alejandro vuelve y me da. Y me calmo y vuelvo a respirar y vuelvo a vivir.
Me da lo que necesito: un llamado, un mensaje de texto, unas palabras sin sentido o una patada en los testículos, en caso de que tuviera un par. ¿Lo que necesito? Me da lo que quiere darme sabiendo que voy a aceptar cualquier limosna que venga del Rey que le hice creer que es. Y entonces desaparece y necesito y no está y no vuelve y necesito y la abstinencia de nuevo y la electricidad y me duermo.
Los encuentros comenzaron a hacerse más continuados, ahora me quedaba a dormir en su departamento una vez por semana. Estaba de novia con un alto consumidor de drogas, me estaba drogando demasiado, pronto sobrevendría la sobredosis de Alejandro. Pero no, las cosas se siguieron dando con naturalidad. Me iba de la facultad, esperaba hasta las cuatro de la tarde, tomaba un taxi hasta nueve de julio e independencia y lo esperaba.
Más tarde pasábamos juntos la tarde, charlando, teniendo sexo, visitando paseos de compra, quién sabe qué otras cosas; cenábamos, abríamos un vino o un champagne y nos sumergíamos en los placeres terrenales. No me daba cuenta de que toda esa paz superficial era trágica adentro mío. Esa maldita manía mía de creer que todo está bien. Que porque me quedaba a dormir en su casa, él me quería. Que porque me hacía el desayuno, me quería. Que porque compartíamos la misma cama o teníamos excelente sexo, me quería. Sí, suena razonable: pero no me quería, o al menos como yo quería que me quisiera. ¿Soy clara? Sé que soy exigente pero no podía soportar ser menos que la mujer de su vida, en vistas de que él era el hombre de la mía. ¿Era?
Me mareaba a menudo, estaba de mal humor, sentía que algo estaba cambiando en mi cuerpo; no me venía. Estaba embarazada. No había tenido sexo con otra persona, el padre de mi hija era Alejandro. Al principio fueron tres días de alerta, luego una semana de oscuridad y sospechas. Después, la convicción de que estaba embarazada: horror, dolor punzante en el pecho. ¿Qué les digo a mis padres? ¿Cómo se lo digo a Alejandro? ¿Tengo que dejar la facultad? ¡Me quiero morir! Depresión. Se acrecentó mi depresión permanente: quería que sucediera algo, que ME sucediera algo, no al bebé pero sí a mí. Tenía diecisiete años, estaba empezando una carrera de periodismo y me estaba arruinando la vida con un hijo de un hombre que no me amó jamás y su hobby en la vida era infligirme dolor a diestra y siniestra. ¿Qué iba a hacer?
Como primera medida tenía que avisarle a Alejandro, pero hasta que me decidí a hacerlo, pasaron tres semanas. Mi bebé ya tenía casi un mes de vida o quizás ya incluso tenía un mes. Mi angustia había mutado en una felicidad incontenible: en la televisión me bombardeaban con publicidades de pañales y leche para bebés, y por la calle había aumentado visiblemente el número de embarazadas que se cruzaban conmigo. Estaba embarazada, era una de ellas.
Úrsula, así se llamaría. Es un nombre de princesa y Ursula era una princesa, sería tratada como una princesa y no merecía otra cosa. Ahora era el momento de hacerle entender al rey que iba a tener una heredera para su trono.

25 de abril de 2002
Mañana se define mi vida. O da un vuelvo para convertirme en una mujer feliz y con responsabilidades o el lunes próximo me despido de Alejandro para siempre. No puedo seguir comportándome así, como si tuviera la imperiosa necesidad de ser la amante de Alejandro. Cuando termine su relación con Marina lo sacaré del freezer y volveremos a vernos. O quizás hasta me olvide completamente de él. Muchas posibilidades, pero hay algo seguro: mañana se define mi vida. Hoy me llamó tres veces a mi celular, no lo atendí. Cuando yo desaparezco él me busca, es un histérico prepotente manipulador. Y yo simplemente necesitaba un tiempo a solas con mi hija.
***

Aquel 29 de abril de 2002 se terminó todo. Ocurrió tan de repente que ya no sé si fingí la alegría que ahora me oprime adentro. Yo solo sé que todo se acabó, que no hay nada más detrás del telón, la función llegó a su fin.
Ursula se fue.
Después de un mes de albergarla dentro de mí, Ursula se fue. Me dejó, me dejó mi hija. Me dejan todos. Me dejan. Cuando me levanté después de haber hecho pis y vi colorado en lugar del esperado amarillo supe lo cierto: Ursula no estaba. Ursula, te fuiste, me dejaste. Y no te culpo, hija. ¿Cómo podías venir a este mundo, cómo podías quedarte sabiendo lo que te esperaba como madre y aun peor como padre? No podías, te entiendo hija.

29 de abril de 2002
Hoy estuve con Alejandro. A eso de las tres de la tarde me pasó a buscar por la universidad y me subí a su auto. No supe si besarlo ni cómo hacerlo, así que opté por saludarlo con un frío “hola”, evitando el contacto físico. “¿Podemos quedarnos por acá?”- pregunté, porque no quería ir a su departamento. Me contestó que sí, como si no le importase ni quisiera saber por qué. Mi cara hablaba de la tristeza que me sofocaba. Había perdido a mi hija, a lo único que iba a amar más que a Alejandro.
- ¡Qué cara!
- Sí, estoy…
- ¿mal?
- mal… no, triste. Estoy triste.
- ¿Qué pasó?
- Perdí a Ursula.
- ¡¿Y estás triste por eso?!

Entendí que para él era un alivio. Él no entendió que para mí era la muerte. Entonces intenté explicarle cosas de las que hablaba mi cara. Mis facciones mostraban una tristeza honda y fácil de interpretar. Él nunca entendió que yo estuviera triste por lo de Ursula, lo cual me confirmó que es un monstruo. No voy a llorar, no lo hice antes ni lo voy a hacer ahora. No es el momento ni el lugar.
Estacionamos el auto y nos sentamos en una mesa en la vereda de un barcito. El sol daba solo sobre él, como en mis sueños, como siempre. Le hablé de Ursula con un dejo de tristeza. Insistía con una pregunta estúpida: “¿Qué hubieras hecho si…?”. No importa qué hubiera hecho. Ursula después de un mes había desaparecido de mi vida. “En caso de que la hubieses tenido, Cielo, las cosas son claras: yo podría haberte pasado plata, en caso de que la necesitaras; pero entendé que yo estoy en pareja y no voy a dejar a la mujer con quien estoy porque vos quedes embarazada. Cada uno hace su vida ¿entendés?”. Eso terminó de matarme, ahora sí: por favor, introduzcan mis dedos en el enchufe y rocíenme cianuro en polvo.
Sabía que lo que seguía iba a ser duro pero él me facilitó mucho las cosas. Me dijo que si me hacía mal verlo, a lo mejor no vernos más era la solución. Yo accedí, aliviada porque no me tocó a mí proponerlo.
-Es que sigo muy enganchada con vos
-Bueno, no quería tocar ese tema

Su café cortado ya no existía y mis cigarrillos tampoco. Mi coca cola Light quedó a medio tomar al rayo del sol, que ahora me iluminaba solo a mí. Le dije entonces que me hiciese caso y él prometió no volver a escribirme, ni llamarme, ni nada que se le pareciese. Aceptó, no le costó nada hacerlo. “Esto me duele en el alma- dije- yo sigo enamorada de vos”. Nos quedamos en silencio y él llamó al mozo con señas. Pagó y me dijo: “¿vamos?” dando por terminada la charla.
Caminamos y sentí su mirada en mi cuerpo: “cambiá esa cara por favor” me dijo. “¿Querés que ponga cara de feliz cumpleaños?”- le dije sarcástica.
Le pregunté si podía dejarme en la UCA. Respondió que sí, dio marcha al auto e hicimos todo el camino en silencio. Yo me apoyé en mi mano derecha junto al vidrio y el me pellizcó el cachete izquierdo y dijo: “cambia la cara, dale”. Yo no me inmuté: ni un gesto, ni una sonrisa, ni una respuesta. Solo una mirada perdida hacia la nada, hacia cualquier cosa excepto lo que contenía ese auto.
Cuando llegamos a la esquina de la universidad le dije: “dejame acá, me voy a quedar haciendo un par de cosas”. Eran mentiras, pero quería quedarme en el puerto y pensar, o solo quería sentirme “en casa”. “chau”- le dije, sin demasiadas vueltas. Le di un beso que en todo caso fue un roce de mejillas y abrí la puerta. Volvió a pedirme que cambiase la cara y a continuación dijo algo que no entendí, algo como: “voy a saber cómo estás” o “voy a preguntar cómo estás” o algo así. Ya no tenía importancia. El ruido de la puerta al cerrarse sonó a respuesta.
Es un monstruo: jamás me entendió ni entendió lo de Ursula.

8 de junio de 2002
¡Estoy tan desesperanzada, tan deprimida, tan sin identidad! Me propongo estudiar pero mi cabeza no procesa lo que estoy leyendo. No estoy cansada ya que dormí toda la tarde, pero algo me mantiene triste y enferma. No sé qué puede ser: con Alejandro jamás volví a hablar y ni siquiera pienso en él. Respecto de Ursula sigo pensando en ella, pero no estoy mal: supongo que ya lo superé (dos meses sin vos, hija).
Tal vez estoy triste porque no tengo vida, porque llega el fin de semana y mi mejor plan es estudiar o dormir (justo como en mi infancia). Tengo ganas de llorar y estoy supra-sensible, tan triste y deprimida como si hubiera vuelto a tener noticias de Alejandro. Ya no pienso en él y ver su departamento todos los días desde la autopista no tiene efecto en mí. La mayoría de las veces solo paso y les hago “fuck you” a los edificios erigidos imponentes ante mí. Los miro por inercia, alguna que otra vez de mí emerge un insulto como una burbuja desde el océano, pero parece perderse entre los motores de la autopista.
Soy una persona que desechó su pasado, evita tener un presente y prohíbe cualquier futuro (sin vida no se puede estar). Tengo que encontrar una causa, una estrategia, un fin. Tengo que encontrar mi “para qué”. Siempre viví por otros: Cocol, Alejandro, Ursula, pero no merezco vivir por mí, es un desperdicio. Me odio. No me tolero. Chau.

***

¿Pensaron que Alejandro iba a portarse bien? ¿Que iba a seguir mis comandos? No, ese buitre no iba a dejarme en paz. No iba a hacerlo, no puede hacerlo, no sabe cómo se hace. No puede: su naturaleza, su cuerpo, su sangre, toda su hombría grita “¡soy mal tipo!”. Eso le enseñaron, es lo que sabe hacer, es lo que, queramos o no, me gustó de él. Su obstinación, su terquedad; todo lo que para la gente son tremendos defectos son para mí las más maravillosas virtudes; porque nunca pude ser como él, aunque estaba empezando a parecerme. Aprendería a sobrevivir en la jungla, donde Alejandro era león y yo un bambi desprotegido.
No me iba a dejar tranquila: el catorce de junio me envió un email por mi cumpleaños. ¿Era tan necesario? No. Simplemente quería asegurarse de que no lo olvidase, jamás. Y sin embargo sobreviví sin responderle ese email.

16 de julio de 2002
¡¡Aprobé mi primera materia!! ¡¡Ya tengo la primera materia metida y con un ocho!!

6 de octubre de 2002
Alejandro morite de sida o de gota.

14 de noviembre de 2002 (siete meses sin Hogweed)
No quiero que se malinterprete, no estoy pensando en él. Pero… ¿me llamará para navidad? Hace tres años que lo hace, sería raro si no lo hiciera. Bueno, para mi cumpleaños me escribió… supongo que también para navidad. Supongo, no espero. Solo supongo.
Adios Ursula, te amo. Quizás en algún otro momento vuelvas a aparecer.

13. Superheroe electrocutado


Que quede claro: cuando hablo de relaciones obsesivas no lo hago metafóricamente; estoy siendo más literal que nunca. Cuando digo que hubiera muerto por Alejandro, tampoco lo tomen como una metáfora. Sé que es difícil descifrar cuándo escribo en serio y cuándo no, pero hagan el intento.
No iba a aguantar mucho tiempo más. No estar con Alejandro significaba la muerte espontánea de la persona inteligente que yo creía ser por primera vez. Me había hecho sentir adulta, elocuente y propensa a ganar todas las batallas. Era la muerte de mi heroína. Mi heroína carbonizada. Estaba demasiado deprimida como para quedarme estancada.
A fines del año 2000 me fui a Europa y me olvidé de que el dolor se traslada con el viajante. No porque me fuera a otro universo iba a dejar de sentir aquel dolor punzante, no. Era eterno y me acompañaba, aún en Inglaterra, en Francia o en Italia. Viajaban conmigo el dolor y la estúpida idea de que hasta las gárgolas estaban en mi contra ya que todo me hacía acordar a él. Una vez me pareció verlo detrás de una librería donde hurgaba en busca de un libro para ahogar mi pena. Pocas horas después recibí un email suyo diciéndome que estaba en Europa. Si no era él, era su gemelo europeo y si no era su gemelo europeo, por favor, intérnenme.

NEW HOTEL ROBLIN
6, rue Chauveau-Lagarde
75008 PARIS

Alejandro,
París es un bombardeo de twingos y castillos. Ambos me tienen cansada. Uno me trae recuerdos, el otro me hace soñar. En este momento estoy en mi cama del hotel, tapada hasta los codos, escuchando el resumen de Sydney 2000 que puso mi primo que duerme en la cama contigua.
Francia no parece demasiado integrada a la era de Internet; por las calles no he visto ni un solo cyber café ni nada que sele asemeje. Todo muy lindo, pero demasiado antiguo para mi gusto. Me encantó Londres: la gente es alocada y se viste raro (allí me siento cómoda). En París tenés que vestirte con polleras largas hasta las rodillas y muy sobriamente, sino no tenés estilo. Imaginate lo desubicada que me siento acá.
Te extraño demasiado como para subir a la torre Eiffel. Tengo más ganas de subirme al tren metropolitano que va a Avellaneda, por raro que suene. No puedo disfrutar de nada acá… lo único que hago es buscar computadoras disponibles para poder escribirte, o con suerte, encontrarte online. Quiero volver a mi casa, quiero estar con vos. Odio Europa. Te amo.

Cielo

Mi vínculo con Alejandro se volvió perverso y cruel, se asemejó cada vez más a él. “Te amo pero necesito tiempo”. ¿Qué quiere decir eso? Necesitar tiempo es frenético, es desesperanzado, es casi ridículo. Nadie necesita tiempo. En realidad, no necesitaba tiempo, necesitaba que a tiempo me retirara. Cuando volví de Europa me enteré de que estaba saliendo con otra persona. A continuación surgieron las (obvias) dudas: ¿fue antes o durante o después de estar conmigo? Y eran obvias las respuestas. Sin embargo, nunca pude desprenderme de él y por alguna razón él tampoco pudo. Si bien (él decía que) no funcionábamos juntos, nos llevábamos muy bien y nos hacíamos falta (aunque solo fuera sexualmente). Sí, a veces sentía placer cuando me daba cuenta de que era su amante y que estaba engañando a su novia. Sí, tengo que admitirlo. Es decir, no me gustaba mi posición, pero qué bien se sentía ser la elegida. Qué bien saber que no amaba a Marina, qué bien que no tuvieran buen sexo (¿por qué otra razón volvería a mí?).
Me acosaba una especie de erotomanía incontrolable. Tanto quería que Alejandro se acercara a mí que hacía lo imposible por agradarle. Cualquier intento era bueno: de pronto me encontré comprándole libros, discos, jeans, remeras y cualquier cosa que estuviera a mi alcance. Nada era suficiente, pero yo creía que si podía agradarle iba a enamorarse de mí otra vez (en caso de que alguna vez hubiera sentido algo siquiera parecido al amor o la ternura).
La cruel realidad era que ya no tenía quince años y que el depravado ya había conseguido lo que quería (al menos eso me gusta pensar, me hace odiarlo). Inevitablemente tengo que odiarlo. Lo culpo de mi soledad, de mi miedo a las personas, de mi desconfianza en general, de mi despecho. Durante años mi entorno se sigue preguntando qué tanto hizo Alejandro y cuánto me corresponde a mí. Es un porcentaje que nunca pude resolver: no me dan las cuentas. Que tuvo un impacto estruendoso en mí, eso es sabido; también que me hizo llegar a extremos incalculables e imposibles. Pero que se regodeaba en mi desgracia, eso no se sabe; que me obligaba a jugar un juego macabro tampoco.
Sus maldades son tan sutiles que me es casi imposible explicarlas, deletrearlas, exponerlas. Alejandro es eso: indescriptible. Porque si uno lo ve por la calle, no se da cuenta de nada. Un tipo común, que no llama la atención, que no tiene nada atractivo o alarmante. Es, a simple vista, un hombre cualquiera. Pero ¡pobre de aquel que se atreva a cruzar el umbral de su apacibilidad! De nuevo, es solo mi punto de vista. Quizás lo conocen, lo hayan visto y hasta hablado con él. Un ser perverso, un estafador de la mente. El hombre que amo.
¿Cómo se puede amar y odiar a alguien al mismo tiempo? Así es mi amor: atemporal. Por momentos olvido el presente cuando Alejandro es un tipo despreciable y solo puedo recordar cómo era, cómo me trataba, cómo me quería. Mezclo personalidades, momentos, tiempos y así mi amor se vuelve atemporal: sin poder distinguir lo que fue y dejó de ser, de lo que nunca será.
Tengo la admirable (¿despreciable?) capacidad de borrar lo malo y recordar los momentos gratos. Así, aún después de escribir atrocidades acerca de él, puedo llamarlo por teléfono y hablar como si nada, con voz de enamorada y suspiros cariñosos. Sí, es lamentable. Por eso me costó tanto despegarme de él, por eso escribo: no quiero olvidar.
Quizás hasta tenga memoria selectiva: archivo solamente los documentos, pensamientos, fotografías, escritos y demás, que me hagan recordar los buenos tiempos. En alguna de mis peores épocas llegué a inventar conversaciones para no sentirme sola. Mi imaginación siempre fue más fuerte que mi racionalidad cuando se trata del “amor” o lo que sea que esto es. Así, puedo pelearme con Alejandro sin que él se entere, o amarlo cuando en realidad tendría que repudiarlo. No sería raro tampoco pelear con él y no recordar porqué. Ya dije: no puedo acordarme de las cosas malas, esas razones se disuelven en mi cabeza, no las encuentro; se arrinconan empolvadas en algún lugar de mi cerebro.
Erotomanía, la sufro. Soy consciente de eso, pero solamente cuando me aíslo, me alejo y me desdoblo. Solo así puedo entender que quizás no es tan importante, no es tan trágico o que tal cuestión no merece mi muerte. Solo cuando me veo desde afuera… y en general cuando logro un desdoblamiento ya es demasiado tarde para tomar decisiones. Con seguridad ya las tomé y sin duda erróneamente. Cuando no soy consciente de mi condición, el mundo se deshace por un llamado que no llegó o porque se canceló una ida al cine.
Los cambios de planes no son aceptables en mi vida. Si vamos a hacer tal cosa, la hacemos. No hay porqué arrepentirse, no hay porqué cambiar los planes, nada es justificable. De allí que cada vez que Alejandro me deja plantada mi mente trabaja horarios desubicados hasta encontrar respuestas que me hagan infeliz. Casi todas ellas una mujer, una nueva amante, pocas ganas de verme o la decisión definitiva de dejar de quererme. Todas ellas me alarman, me corrompen y siento un dolor tan hondo, tan profundo como una lanza surcada por entre el estómago. Y me invade una desesperanza que más parece una descarga eléctrica poderosísima que me deja nublada, ciega, somnolienta, imbécil, destartalada. Sin poder de decisión, inactiva e imperante: necesito dormir, o morirme, o que me maten. Y si no sufro otra descarga eléctrica me quedo dormida al poco tiempo. Casi siempre es así:

1 Situación
2 Crisis de llanto
3 Hipótesis
4 Descarga eléctrica
5 Dormir

Así funciono, por peor que suene. ¿Cómo puedo amar y odiar a una misma persona? Fácil: Alejandro me da lo que quiero, o me da en parte lo que quiero, o me hace creer que me da lo que quiero, o me auto convenzo de estar satisfecha con lo que me da o le mendigo y acepta entregar a modo de limosna. Y por otro lado (me considero un vivíparo pensante) a veces, pocas veces, tomo consciencia de la irracionalidad de lo que hago, de la impotencia que encarno, de lo patético de mis actitudes y comienzo a pensar: situaciones, hipótesis, electricidad, etc.… y eso me hace odiarlo.
La electricidad me hace odiarlo y me hace dormir. Generalmente cuando me despierto, no recuerdo por qué lloré tanto (desdoblamiento) y cuando logro saber porqué, aún no lo entiendo. No puedo ponerme en mis propios zapatos. Como si esa noche de sueños rotos me hubiera borrado todo registro de empatía conmigo misma. Al despertar la pena aparece reducida y hasta minimizada. Reducida a un montón de neuronas de más que hicieron mala sinapsis. Nada más que eso. Alejandro no asume culpas, no le inculpo nada, yo vuelvo a ser el feliz arlequín que alegra la vida de los otros y comienza una vez más todo cuando me doy cuenta de que no es suficiente para mí, que necesito más, que no estoy bien. Así es como se ama y se odia a alguien hasta límites insospechados.
Mi psicólogo más tarde me obligó a no desentenderme de mi pena: “y vas a venir, aunque supongas que es algo resuelto. Con vos es siempre lo mismo. A un momento estás muriendo y al día siguiente, como lograste taparlo (ahogarlo, al sentimiento de muerte súbita), hacés como si nada hubiera ocurrido, olvidando el asunto por completo”. Néstor, tenés razón. Siempre ahogo mis sensaciones, mis deseos, mis sentimientos, mis miserias y alegrías. Lo suprimo todo, eternamente, porque a tiempos es menos doloroso dejar de sentir.
Cuando dejo de sentir empiezo a pensar. Me hago preguntas racionales y me contesto sin mayores problemas. Y la vida es así: fácil, cerebral. Tengo, es cierto, varias personalidades y para cada una de ellas un grupo de amigos diferente. Me cuesta mezclar amigas. A tiempos, soy muchas personas que difieren entre sí: tienen distintas personalidades y las motivan incomparables cosas. Por duro que suene, sé que es así. Hay gente que no se bancaría a HIEDRA y otras que se sienten poco confortables con Cielo. Por eso tengo que actuar diferente o amoldarme. Soy lo que el ambiente quiere que sea, lo que las situaciones me indican que es mejor ser. Que es más conveniente ser.
Una vez conocí a un chico canadiense que tenía el mismo problema que yo. Llamémoslo mejor: condición. Esa misma condición. Esa disparidad de personalidades y gustos. Se llama Ammar Mousa. Un palestino nacido en Libia hijo de un jefe militar o algo similar. Ammar dice que no tiene tierra, que no pertenece a ningún lado. “Los judíos me sacaron mi país, no pertenezco a ningún lado”. Hoy está viviendo en Canadá desde hace algunos años. Su padre vive en algún lugar de Europa donde montan camellos, comen gatos y los chicos se divierten apedreando mulas y jugando con armas de fuego. Todo aquello le parece incivilizado y sin embargo siente que pertenece allá, aunque decidió irse. Por otro lado, se queja de Toronto: “en el diario, la semana pasada, la noticia más candente fue que a una viejita se le atoró su gato en un árbol. Llamó a los bomberos que bravamente lo rescataron”. Le molesta ese país tan organizado donde “no pasa nada”. Odia a los judíos con gran admiración (admiración mía, claro, porque no entiendo cómo se puede odiar tanto). Tiene problemas diferentes de los míos y si lo pienso dos veces no tan diferentes: busca territorio. En realidad yo también busco territorio, pero no me interesan los israelitas ni los musulmanes ni Sadam Huseim. Estoy de acuerdo, entiendo su causa. Tengo otro amigo que es judío y contradictoriamente también entiendo su causa. ¿Cómo puedo entenderlos a los dos al mismo tiempo? De la misma manera como amo y odio a alguien. Así, sin explicaciones. Me amoldo. No es que no tenga opiniones formadas. No creo que sea eso.
Ammar me entiende, es alguien que puede entenderme y entrar en mi cabeza. Le suceden las mismas cosas y nos importan cosas similares. Los dos tenemos problemas de concentración: nos aburre todo. Es decir, no solamente lo que son obligaciones, me refiero a todo. Nos llevamos muy bien: cuando empieza la semana nos escribimos a ver quién empezó más hobbies y cuánto tardó en dejarlos. Él se compró una bicicleta y la dejó tirada, sin usar. Siempre hacemos esas cosas. Nos emocionamos tanto con algunas actividades que en nuestra cabeza son fantásticas, tanto, que cuando las llevamos al plano de lo real nos parecen desconcertantemente aburridas. Y siempre es lo mismo. También nos aburren las personas. Yo no puedo estar con alguien más de un día, la gente me aburre. Después de ese tiempo prudencial necesito estar sola, estar en mi cama sola, estar en el baño sola o simplemente mirando televisión. La compañía muchas veces se convierte en estorbo con el correr de las horas. Es decir, no soy antisocial, no quiero sonar a cuarentona soltera, pero es cierto que necesito de mi privacidad y que me molesta que la gente no sepa cuándo retirarse. Ojalá alguien alguna vez inventara un interruptor que les avise a las personas cuándo es el momento exacto en que empiezan a ser un estorbo.
No sé a qué viene esto. Siempre me voy por las ramas. Ah, bien, decía que Ammar me entiende, pero claro: tenía que vivir en Canadá, no podía estar cerca de mí (esa es una constante en mi vida: los afectos lejos). ¿Cómo lo conocí a Ammar? Bueno, esa es una historia que no viene a cuento ahora porque falta mucha información en el medio. Pero en algún momento, si logro recordarlo, voy a hablar de eso.

Ah, mis personalidades. Supongo que nacieron en mi necesidad de agradarle al mundo entero. Toda la vida me sentí marginada o por gorda o por antisocial o porque me gustaban los libros en lugar de los power rangers, no lo sé. Simplemente me sentía aislada. Y en mi necesidad de no aislarme creé personalidades acorde a cada grupo de amigos que me hacía. Creo que todos somos un poco así: no nos comportamos igual con nuestra familia que con nuestros amigos, o nuestros profesores o por teléfono o por email o vaya a saber qué otra situación. No puedo hablarle a mi familia de la misma manera que a mis amigos, ni puedo a un novio explicarle chistes que hago con mi familia y en el trabajo tenemos que dar otra imagen. Todo el mundo se la pasa inventando personajes, el problema es que me los tomo en serio y me sirven.Y el personaje que más me cuesta es este que me carcome. Este que me obliga a escribir detalladamente en una agenda todo lo que se me viene a la mente. Que me obliga a llevar registro de todo: las veces que lo vi a Alejandro, qué llevaba puesto (yo), qué hicimos, a dónde fuimos y qué me dijo. No creo que sean muy normales algunas de las cosas que solía hacer, tales como configurar una lista de temas para hablar minutos antes de marcar su teléfono e ir leyéndola silenciosamente (¿hay algo peor que quedarse sin hablar al teléfono?). Son algunas de mis manías un tanto obsesivas, pero supongo que aprendí a convivir con ellas o que ellas se amoldaron a mí. También creo que nacieron por necesidades íntimas: de no olvidar, de no hablar de más, de no quedarme callada, de no repetir vestuario, de tomar consciencia pero por sobre todas las cosas: de RECORDAR. Aunque muchas miles de veces hubiese pagado para olvidar.

14. La reina del universo


Estoy embarazada. Es julio de 2002 y estoy embarazada. ¿Qué hago? ¿A quién le digo? A nadie. No podés confiar en nadie, Cielo. Nadie te quiere lo suficiente como para entenderte. Solamente tenés a tu hija (sí, ya había decidido que sería mujer). ¡Por fin alguien que va a amarte sin condiciones! ¿Qué vas a hacer? Recordemos.

Egresé del colegio. Tuve una estúpida fiesta de egresados donde lo único que hice (literalmente) fue estar parada con el celular en la mano esperando una llamada de Alejandro que no iba a llegar jamás (aunque le dije que era mi fiesta de egresadas del colegio y aunque le recalqué que era importante que estuviese ahí). Decepción, eso sentí. Maldita fiesta: todas mis compañeras bailando y yo parada, sin entender demasiado qué estaba pasando. Ellas tomaban alcohol, yo miraba. Ellas saltaban y gritaban, yo miraba. Y no desde el resentimiento, sino desde el desconocimiento total, porque nunca entendí cómo alguien puede divertirse en un lugar así: lleno de humo y de gente sudorosa que baila sin parar y alcohol y mentiras y gente en busca de gente y el desorden y el tumulto. No, no es para mí. Quizás por eso no fui a Bariloche con todas mis compañeras, quizás por eso no tuve viaje de egresados ni fiesta de quince. No me gusta la gente y menos la gente acumulada en lugares cerrados. No, lo siento.
Por eso me gustaba Alejandro, porque él me entendía. Tampoco a él le gustaban esos lugares. Puedo quedarme despierta hasta las seis de la mañana, pero leyendo en casa o nadando en una pileta climatizada o en el cine o viendo una película en el home theatre; no bailando, con calor, con humo y con alcohol. No. Por eso me gustaba, por eso entre otras cosas. Y por eso también tendría que haber presupuesto que no iba a estar en mi fiesta. A las tres de la mañana me fui, después de un escándalo digno de una novela mexicana: las chicas del grupete me acusaban de haberme ido de la fiesta con el novio de Laura (la chica de la casa enorme). ¿Yo con ese espanto? No. ¿Y yo mirando al novio de una amiga? Menos. ¿Y yo pensando en otro hombre que no fuera Alejandro? Por dios. Nadie me conoce. ¡No! ¡Jamás!. Aclarado el asunto (no me fui con Claudio, le pedí a mi papá que me fuera a buscar a la fiesta) volví a mi casa casi llorando. ¿Cómo puede ser que no pueda disfrutar de una fiesta? ¿Por qué me siento tan fuera de lugar? ¿Por qué prefiero estar en mi casa? ¿Por qué? Porque albergaba muy adentro de mi estúpida cajita de las esperanzas que Alejandro fuera a esa estúpida fiesta donde yo estaba parada como una estúpida y vestida con un estúpido vestido. Por eso. Porque nunca lo que yo quiero se hace realidad, nunca. Porque mi imaginación siempre es má grandiosa y más potente y mucho más placentera que la realidad. Ojalá fuera autista, ojalá viviese adentro de mi mente. Quisiera dormir para siempre.

Había terminado el colegio. Mis padres me demandaban que comenzara una carrera universitaria. Nunca entendí eso: por qué a los diecisiete años tenés que decidir qué querés hacer con tu vida? Muchos de nosotros no lo sabemos. Y yo, a decir verdad, estaba completamente desorientada. A los diecisiete años no estás capacitado para decidir qué querés hacer con tu vida. Por supuesto que existen los casos especiales, como (no podía faltar en el relato) Rocío que supo desde que nació que quería ser administradora de empresas o economista o no sé qué pérdida de tiempo estudió, o mi prima que quiso desde antes de ser concebida, ser médico. Y claro, Rocío ya se recibió con honores y Déborah está haciendo una brillante carrera en medicina y con seguridad salvará muchas vidas mientras yo escribo incoherencias en una computadora personal. Y claro, también están los casos como el mío, que tenemos diecisiete años y no sabemos qué vamos a hacer con nuestras vidas, en el caso de que quisiéramos seguir viviendo.
Yo no sabía qué quería hacer, no sabía qué quería estudiar, porque no sabía si quería otra cosa además de estar con Alejandro. Esa era la única meta en mi vida: no tenía tiempo para pensar en otras cosas. Sinceramente, no tenía tiempo: la mayoría de los días estaba deprimida tirada en una cama, o esperando llamadas inexistentes o diagramando encuentros al mejor estilo storyboard, pensando en qué estaría haciendo con su novia, etc. No tenía tiempo y sin embargo mis padres querían que tuviera tiempo y tuve que encontrarlo.
Así que fui a hacerme un test vocacional a un centro de sarasa, donde por medio de tests psicológicos y vocacionales te ayudan a encontrar a tu verdadero yo y a tu vocación, claro. Es decir: cualquier cosa. Bullshit. Pero claro, Rocío había ido a ese centro (junto con sus dos hermanos) y mamá no podía dejar de pasar por ahí y consecuentemente yo tampoco podía dejar de hacerlo. Así que hice el maldito test y ¡oh, qué sorpresa! La licenciada Gavilán me dijo que “lo tuyo es la comunicación”. ¡Muchas gracias licenciada! Sinceramente me sacó de un aprieto, ahora me siento mucho más feliz. ¡No tenía idea de que lo mío fuera la comunicación! Nunca lo había pensando de esa manera. De hecho, planeaba el resto de mi vida como carpintera de la capilla sixtina haciéndole cruces de madera al Papa. Hay tantos chantas dando vueltas…

Centro de orientación integral dr. Pedro Sarasa
Las profesiones que me aconsejaron eran:

1 Ciencias Comunicación Social
o Periodismo
o Publicidad
2 Relaciones Internacionales
3 Comercialización
4 Diseño gráfico
5 Artes del teatro (Escenografía)
6 Teatro
7 Música

Además de todos estos descubrimientos reveladores, la licenciada me dijo que tenía un muy buen centro de percepción, que era muy intuitiva. Me dijo que me siento diferente y tengo que aprender a adaptarme a diferentes estilos (qué bueno es que a uno le digan lo que siente). Que soy hipersensible, que debo adaptarme a la vida y que tengo tendencia a angustiarme o a desilusionarme. Que me muestro solitaria pero siempre soy dominante en las relaciones: que tengo fortaleza, que controlo en el intento de proteger al otro y que debo evitar hacerlo. Ah, también descubrió que tengo tendencia a los celos (todas novedades). Dijo que genero competencia en mis pares, es decir, que mis pares sienten la competencia en mí y que son pocas las mujeres que pueden verme como “amiga” porque soy más un rival. Que mi vida está llena de lazos y rupturas profundas que sostengo con pasión y que las vivo con mucho dolor (“casi como un desgarro” dijo). Ah y que me comprometo demasiado antes de tiempo. También descubrió que tengo “humor bipolar” (altas y bajas en menos de tres segundos). “Sos perfeccionista, minuciosa y portas una actitud crítica donde no te permitis perder. Sos muy autoexigente, muy reservada e introvertida”. Como si no lo supiera de antemano.

Así que después de la revelación Divina de la licenciada Gavilán me anoté en la universidad católica argentina. Iba a estudiar periodismo, iba a ser Cielo, licenciada en comunicación periodística. No sonaba tan mal, pero en serio, no necesitaba que ninguna psicóloga me lo dijera.
Y ahí estaba, en pleno Puerto Madero, con un cuaderno de Barbie y una lapicera rosa con plumitas del mismo color en la punta. No sé por qué tuve esa necesidad de ahuecarme, supongo que por mis ganas de adaptarme al ambiente, tipo. Y tipo, entré en la UCA. Y nada, tipo, era super cool.
No era yo, pero iba a ser yo. Tenía que ser yo, debía amoldarme. ¿Por qué elegí una universidad que distaba sesenta kilómetros de mi casa? Justamente por eso: porque estaba lejos de mi casa y porque estaba cerca de Alejandro. ¿Más explicaciones? No creo que sean necesarias, todos entendemos bien mis porqués. Cuando alguien me preguntaba por qué no había elegido la universidad estatal de mi ciudad yo ponía el cassette que decía: “porque es estatal y está muy politizada; además quiero una universidad donde pueda expresarme libremente” ¡Qué ironía! ¡Fui a dar con la Católica Argentina! Alias Universidad de la Censura Argentina ¡Qué equivocada estaba! Pero quería estar en capital y ahí estaba. Como siempre, fiel a mis caprichos y necesidades. Supongo que la UCA nunca toleró una alumna como yo, supongo que fue eso. Eso o que no quisieron hacerse cargo de nada. Ya les explicaré a su debido tiempo.
Cuando Alejandro se enteró de que iba a capital todos los días, debo decir que nuestra relación cambió un poco. Empezamos a vernos más seguido (“nunca me vas a perder, gorda, nunca”). Aunque él seguía con Marina, nos veíamos regularmente. Una vez cada dos semanas o quizás más frecuentemente, según sus ganas (las de él, claro, porque nunca tuvo en cuenta mis necesidades). Él estaba instalado en su departamento de avellaneda, que quedaba a cinco minutos de mi universidad. Una bendición de Dios, o mejor: un muy buen plan mío. Felicitaciones a mí (no sé por qué la gente la agradece a Dios lo que se consiguió uno mismo con el propio esfuerzo).

Era la segunda semana de clases de la facultad y estaba muy a gusto: me estaban dando bastante para escribir, me estaban corrigiendo bastante también (cosa que no me gustaba) y estaba empezando a aprender que no era perfecta, que también podía ser un desastre escribiendo (siendo eso lo único que yo creía que hacía bien). Me llamó por teléfono, me preguntó a qué hora salía de la facultad. Le respondí que a la una y media. Me dijo que terminaba de trabajar a las cuatro y media de la tarde, que lo esperara en algún lugar para luego reunirnos. No puedo explicar ese momento, no es posible explicarlo. Después de muchísimos meses lo iba a volver a ver. Toda la estabilidad de cartón que había construido se estaba mojando y desmoronando. Era todo una enorme mentira, una farsa. Lo iba a volver a ver y me sentía más nerviosa que nunca.
Cuando terminaron las clases aquel día, llamé a mamá y le dije que me iba a quedar estudiando en lo de Pilar, mi compañera. Me dijo que estaba de acuerdo y que me mantuviera en contacto. Pilar tenía diecinueve años, dos más que yo y sin embargo éramos compañeras porque había repetido un año del colegio y al siguiente no se había decidido respecto de qué estudiar luego del colegio. Éramos bastante parecidas, Pilar era lo que yo quería ser pero no me animaba. Nos llevábamos muy bien, de hecho, el primer día de clases me quedé a dormir en lo de Pilar porque se había hecho muy de noche y no quería tomarme el micro hasta mi casa (viajar una hora de noche en buenos aires no es muy conveniente que digamos).
Esperar hasta las cuatro de la tarde fue un suplicio chino. A esa hora o poco después, recibí su llamada. Me dijo que me pasaba a buscar por nueve de julio e independencia (no tuvo la cortesía de pasarme a buscar por Caballito, pero yo ya estaba acostumbrada a sus desplantes). Así que me subí en el primer taxi que encontré, le agradecí a Pilar y me mordí las uñas hasta que llegué a la avenida. Ahí estaba: adentro de un golf gris. Me había avisado que había vendido el twingo colorado (“donde nos dimos nuestro primer beso” ¿hacía falta que me recordara ese tipo de cosas? Parece que lo hace a propósito). Entré en el auto y lo saludé fríamente con un “hola” y un beso en la mejilla derecha. Él me saludó igual (nunca le costó semejarse a un freezer). Entonces, mientras le contaba acerca de mi flamante vida universitaria, empecé a almacenar datos.
Primero: cómo ir a su casa. Recuerdo cada calle y cada cartel publicitario que pasamos (es la mejor manera de no perderse), dónde dobló, qué calle tomó, qué hay en cada esquina. Llegamos. Estacionó el auto después de abrir el portón con un aparato que tenía en el auto. Caminamos por el estacionamiento con el ruido de mis tacos rompiendo el silencio sobre el cemento. Llegamos al ascensor, entramos. Marcó el trece. En el ascensor se hizo un silencio molesto. Moría de ganas de besarlo, de tocarlo; pero los dos en nuestra obstinación nos mantuvimos distantes y compenetrados en la idea de nunca tocarnos.
Piso trece. Departamento 5: hizo girar las llaves en la cerradura y abrió la puerta, pasé sin invitación. Me senté en el “living” (un ambiente con una mesa, cuatro sillas, un escritorio con una computadora y un equipo de música). Se paró al lado mío y me ofreció un té; le dije que sí, que tomaría uno si él tomaba conmigo. Cuando volvió con los tés yo ya estaba más distendida. “¿A qué hora tenés que ir a la facultad?”- le pregunté, como haciéndole saber que no pensaba demorarme en su departamento. “Tendría que ir a las siete. Son las seis”. “¿Tendría que ir?”- repregunté. “Claro, en caso de que quieras que vaya”- respondió. “Por qué no voy a querer que vayas?” “Porque quizás no te quieras quedar sola en mi departamento esperándome”- replicó, con una sonrisa irónica en la cara. Prepotentemente asumió que iba a quedarme (estaba deseando que él quisiera que me quede, pero no iba a decir nada).
Seguimos charlando acerca de cualquier superfluo tema cuando me di cuenta de que eran las seis y media.
6 no vas a llegar a la facultad
7 ¿y si no quiero ir?
8 Tenés que ir
9 ¿Por qué?
10 Porque no podes faltar. Además, no te quiero retener.
11 ¿Estás segura?
12 …
13 ¿…?
14 Hacé como quieras, yo ya me voy de todos modos.
15 ¿Segura?
16 Claro, no tengo nada más que hacer acá. Vine para hablar un rato y ya hablamos lo que teníamos que hablar. Ya me puedo ir.

Con actitud dominante se levantó y se paró detrás de mí. Yo estaba casi temblando. Apoyó sus manos en mis hombros y me dijo algo como que tenía una lastimadura en la espalda. Me sacó una cascarita con la uña. Yo me dejé. Estaba temblando, ahora sin dudas. Empezó a hacerme masajes, me acarició la espalda, me dio un beso en el cuello. “No veo que te estés quejando” dijo, soberbio. Los besos y las caricias empezaron a ser más continuadas entonces decidí pararme y simular una despedida: “a tu novia le gustará esto que estás haciendo?”. “Me conformo con que te guste a vos” contestó. ¿Por qué siempre tiene las respuestas correctas?
17 muy bien, me voy.
18 ¿Segura de que te querés ir?
19 No
20 ¿Entonces por qué te vas?
21 Porque tenés que ir a la facultad…
22 Aha… (se iba acercando a mí)
23 Y porque no está bien…
24 Ahá… (ahora me estaba acariciando la espalda)
25 Y porque…
26 ¿Si? (ahora tenía su boca justo a medio centímetro de la mía)
27 …
28 ¿Te querés ir? Nos vamos si querés- dijo y se alejó de mí.

Claro que no me fui. No solamente no me fui sino que después de hacer el amor incansablemente la llamé a Mamá y le dije que me quedaba a dormir en lo de Pilar . No podía ser mejor que eso, yo no podía ser más feliz. Más tarde (no fue a clases) me instó a escribir una nota que tenía que hacer para la facultad mientras él cocinaba algo (“no quiero que empieces a descuidar la facultad por estar conmigo”). Cuando la terminé, comimos en la cama mientras miramos televisión.
Estaba ya entre dormida cuando las manos de Alejandro me despertaron acariciándome en todo el cuerpo, otra vez. Era la gloria para mí: nunca me había sentido tan bien en diecisiete años, nunca me había quedado a dormir con él. Aquello era la vida ideal, como en algún momento la había soñado, con una excepción: Alejandro tenía novia y lo que hoy compartía conmigo era eso: solamente hoy. O por lo menos ese fue el pensamiento que me hizo ruido en la cabeza todo el día siguiente.
Cuando nos levantamos por la mañana, se escuchaba a Cerati cantando Bocanada “tu voz en el mensaje me pide que te hable” (nota mental: comprar CD de Cerati). Otro de mis malos hábitos: comprarme cualquier CD que viera que Alejandro tenía (quiero escuchar lo que escuchas, tener la ropa que usas, comer lo que comes, amarte y conocerte en todo sentido). Me despertó envuelto en una toalla, mientras me acariciaba el pelo. “Vamos, levantate, es hora. ¿Qué querés desayunar? ¿Té o café? ¿Galletas dulces o tostadas?”. Era el Cielo, estaba en el Cielo. Era todo lo que había soñado. Era más que cualquier cosa que me hubiera podido imaginar. Era Alejandro haciéndome un desayuno, era yo despertándome en su cama, durmiendo abrazada a él, entre sus sábanas, en aquella misma cama donde había entregado mi virginidad, donde había dejado de ser una nena. Allí ahora yacía una mujer que se sentía amada. Allí estaba yo, reina del universo.
Después de desayunar (un té y dos galletitas de chocolate) subimos en el auto y manejó hasta puerto madero cantando entusiasmado Sting (nota mental: comprar CD de Sting & The Police). Él también estaba feliz, no era solamente yo (solo silba cuando está feliz).Esa mañana fue el comienzo de una nueva etapa con Alejandro, una creencia errada que nunca se iba a disolver en mi cabeza: la posibilidad de reconciliación estaba cerca. Muy cerca. Y yo, la reina del universo, bajé del auto con un beso desinteresado y le dije: “te amo. Gracias”. Supongo que entendió que le daba las gracias por haberme alcanzado a la facultad. En todo caso le estaba dando las gracias porque aquella noche me había hecho muy feliz. Por haberme hecho tan feliz, por haberme hecho el amor y el desayuno. Gracias. Te amo.

12. Donde lo oscuro y el placer se mezclan


Se acabó. Se había acabado (y a decir verdad, aquí empieza la verdadera historia). Voy a hacer mis esfuerzos más calificados para intentar describir lo que sentía en ese momento. Una parte de mí, la más caprichosa, pensaba que haberlo dejado estaba bien, porque merecía más atención de parte de un hombre. En cambio, mi parte más racional sabía que lo había dejado por miedo a que él me deje en primer lugar.
Sí, pensaba que necesitaba algo más de un hombre, pero todo lo que podía pensar ahora era: “necesito morirme”. Claro, eran solo fantasías. Era mi “primera desilusión amorosa”, como decía la gente en general. Yo muy profundamente tenía la convicción de que no era simplemente una nena que dejaba a su primer novio e iba a superarlo en cinco o seis días, ni semanas, ni años. Sabía que Alejandro había marcado mi vida para siempre.
Antes de conocerlo, era una mujercita gris, pero autosuficiente, hermosa e inteligente. Ahora, dos años después era una versión pervertida de lo que solía ser. Me había convertido en una persona desdeñosa, alguien que no sabía gratificar a otros, que siempre buscaba el placer propio. Merecía placer, merecía dejar de sufrir… y por sobre todas las cosas: no podía parar de imitarlo.
Alejandro es la persona más egoísta y centrada en sí mismo que conozco, que conocí durante todos estos años. No puede parar de hacer maldades, no puede consigo mismo. Necesita, supongo, escarbar en lo más profundo de las personas en busca de un punto débil. Y va a usar sus tácticas de degeneración en cualquier persona que se le vuelva de pronto una molestia. Te va a pedir que te relajes, que no lo presiones y por último te va a tirar al basural comunitario para que te coman los buitres.
“Me niego. Me rehúso a que me coman los buitres, voy a pelear hasta que se muera”. Mentira, siempre digo algo y hago lo opuesto. Dejé que los buitres me comieran y peor que eso: dejé que Alejandro me siguiera comiendo compulsivamente. Es decir, seguramente tenía algún desorden alimenticio, o necesidad compulsiva de sexo conmigo, no lo sé. Si tengo que rescatar algo de esos ocho meses juntos es la atracción entre nuestros cuerpos. Nos veíamos y teníamos que tocarnos, hacernos el amor indefinidamente, sin tiempo, sin lugar, sin porqués. Una atracción que jamás desarrollé con otra persona y que sé que él tampoco pudo experimentar. “Tenemos una atracción sexual innegable”- dijo alguna vez. Y era cierto. Yo no lo entendía hasta que empecé a estar con otros hombres: ninguno se comparaba con él. En ningún aspecto eran confrontables. Maldito el día en que lo conocí.
Durante los meses siguientes Alejandro se mostró reticente a hablarme. No quería escribirme, ni hablarme, ni verme (justo como el email que le había escrito ese 20 de julio). Eso lo caracterizaba eternamente: su orgullo. Se amaba a sí mismo más que a otros, más que a su perro, a su madre, a mí, a nadie. Se amaba como no había amado a nadie en el mundo y por lo que sé, después de ocho años, sigue piropeándose fervientemente. Y yo simplemente supongo que está bien, es decir, lo de Alejandro recorrió límites insospechados; pero ha de ser divertido amarse a si mismo, como una eterna masturbación. Podría decirse que Alejandro era un pajero.
Esa devoción permanente hacia sí mismo hace que no haya lugar en sus prioridades ni en su mente ni en sus ganas para otra persona (ni nombro al corazón porque todavía no estoy segura de que posea uno; dato a confirmar). Cuando vivís en Avellaneda y te crees inteligente y emprendedor y por sobre todas las cosas sos un garca, no hay portones ni barreras que te detengan. Alejandro está convencido que es el hombre más inteligente y mejor dotado de Sudamérica (ya que no tuvo oportunidad todavía de viajar por los siete mares). Y si es hora de sincerarme, Alejandro no es buenmozo. Quizás hasta podría decirse que es un hombre feo (nariz grande, lunar al costado de los labios carnosos de más, ojos pequeños, achinados, cejas cortas, morocho y en vías de calvicie mortal) y sin embargo su inteligencia te consume, te enamora, te pervierte, te desmorona. Alejandro es un gran orador, me convenció de cualquier cosa, le creí cualquier cosa y quizás hasta todavía le creo. Me pregunto qué pasará en caso de que lea estas páginas, en caso de que le lleguen comentarios, en caso de volver a verlo. No, no. Nada de eso. ¿No?
Sí, pienso que existe la posibilidad de seguir viéndolo, pero es prematuro hablar de eso ahora que faltan tantas anécdotas por contar. Por lo pronto voy a decir algo: mi obsesión alejandrística estaba desarrollada y Cocol al lado de Hogweed era una lágrima de duende enano, casi imperceptible.
Si bien Alejandro pretendía querer alejarse de mí, continuamos hablando todos los días. A veces con despecho, a veces con congoja por extrañarnos y muchas otras veces solo porque necesitábamos tocarnos y sentirnos. Así, terminábamos hablando de por qué nos habíamos peleado, de cuáles eran las fallas en esa pareja corrupta o teniendo charlas sobre sexo a niveles que play boy hubiera calificado como xxxx.

Tanto rogué, tanto lloré, tanto, que finalmente accedió. Nos encontramos en mi ciudad. Volver a verlo después de dos meses me provocó un colapso en el sistema nervioso. Me senté, solemne, en su auto y me preguntó qué quería hacer. Le dije que teníamos que hablar, entonces manejó hasta una confitería. Una vez sentados en la cafetería encendí un cigarrillo. Estaba nerviosa, Alejandro no me tocaba, no existía el contacto físico. Los dos estábamos conmovidos por el encuentro. Entonces le pregunté si quería un poco de mi cigarrillo; sorpresivamente me dijo que sí (¡Alejandro no fuma!) pero un segundo más tarde entendí todo. La forma cómo tomó el cigarrillo, rozando suavemente mis dedos, era casi tan erótica como la manera en que me estaba mirando mientras lo hacía.
Aunque habíamos prometido no hacerlo, terminamos yendo a un cuarto de hotel. No era algo que pudiésemos decidir, vernos y no tener sexo estaba lejos de nuestra imaginación más remota. A partir de aquel día de abril, éramos adictos uno al sexo el del otro, era exageradamente placentero tocarnos y poseernos, por eso no era una opción dejar pasar la oportunidad. No era opción.
Entré primero, me quedé parada mirando alrededor. Una cama con sábanas de seda azules, una caja plástica que con seguridad era el control de las luces y los volúmenes de radios, televisores y demás; mesas de luz atiborradas de preservativos baratos, una alfombra maloliente y la sensación de que esa habitación acumulaba más polvo del que podía apreciar a simple vista. No me gustaban los hoteles, me gustaba él y estaba dispuesta a cualquier cosa, a cualquier lugar, a cualquiera.
Él entró luego (se quedó estacionando el auto y cerrando la cortina, en caso de que le diera vergüenza que alguien identifique la patente de su auto, quién sabe) y me miró casi sin detenerse. Dio una vuelta a la habitación con la mirada y se sentó en la cama con los brazos hacia atrás formando un triángulo con su espalda y la cama. Me miró. Empecé a desvestirme sola. Nunca me había desvestido sola, siempre esperaba a que él lo hiciera. Ahora me desvestía sola mientras hablaba de una amiga y los exámenes del colegio. Como si en vez de estar desvistiéndome para tener sexo con un hombre lo estuviera haciendo en un probador de una casa de ropa con una amiga de toda la vida (en el caso de que tuviera amigas de toda la vida).
Él seguía mirándome. Mientras, yo me despojaba de las botas negras y las medias de lycra. Me senté en la cama, pocos centímetros lejos de él y seguí hablando: “no sé por qué nos fue mal en ese examen –mientras me sacaba el corpiño- habíamos estudiado. Lo cierto es que esa profesora nos odia”. Alejandro entendió que mi charla acerca del colegio era producto de una negación sobrehumana que mi inconsciente estaba conjurando sobre mí. Me miró sonriendo y se tiró encima de mí casi sin que me diese cuenta. No me interesaba darme cuenta, necesitaba que estuviera adentro mío lo más rápido posible, quería olvidarme del colegio y de todo lo que había pasado con él; quería olvidarme de que estaba en un hotel y que en una hora nos tendríamos que ir, y que no iba a verlo en muchísimo tiempo. No quería pensar que lo único que nos unía era el sexo, pero… necesitaba ese sexo, aunque no fuese lo único que necesitaba.
Estábamos ya los dos desnudos y Alejandro estaba encima de mí cuando simultáneamente sentí placer y una opresión en el pecho, una angustia mortal, esclavizante, que aunque traté de disuadir me violó hasta lo más profundo. Se dio cuenta. Paró, me miró. Me preguntó por qué lloraba. Yo tenía los ojos rojos (lo sé porque me arden mucho cuando los tengo así) y las lágrimas parecían salir de la fuente de Salmacis, nunca paraban, no iban a parar, no pretendían hacerlo.
Me sentía horrible: quería sentir su piel, su cuerpo, pero no quería tener sexo. Necesitaba estar al lado suyo, abrazarlo, quizás hasta verlo dormir; pero tener sexo no era compatible con la angustia existencial que vivía dentro de mí en ese momento. Sí, claro que no iba a poder tenerlo desnudo al lado mío si no hacía lo que fuera por seducirlo y hacer que me lleve a un hotel, pero no era lo que yo quería. Simplemente necesitaba verlo tranquilo, con su tergiversada mente dormida.
Le dije que lloraba porque tenía mucho miedo de perderlo, de que esa fuera la última vez que hiciéramos el amor, que lo vería indefenso y entregado. “Gorda, nunca me vas a perder. Nunca”. Y ese año, no lo volví a ver.