jueves, 11 de junio de 2009

7. Nunca confies en una reina sin subdito


¡Qué decepción! Digo, darme por enterada finalmente de que la amistad no existe. Al menos no aquella amistad de “bandita” que yo deseaba, aquel apego caballeresco de todas para una y una para todas. No existía. Ni siquiera este grupo tan consolidado podía dejarme entrever una amistad sólida. No existía tal cosa. No había amistad. Entonces decidí que a partir de aquel momento no iba a confiar en nadie (es decir, si se reían de una compañera antigua, ¿por qué no se iban a reír de mí?).
Empecé a pensar en las teorías utilitarias y que quizás no estaban tan erradas. Decidí que mis amistades mayoritariamente iban a ser por conveniencia. Que necesitaba rodearme de gente que me servía para tal o cuál empresa y que si alguien no me era útil directamente pasaba a ser un estorbo. Así, quien no me sirviera sería desechado. Suena bastante práctico, frío y calculador. Y es que así quería ser yo, después de tantos colegios y decepciones. Me jactaba de mis decisiones y a quién me preguntaba le contestaba que me juntaba con esta o con aquella solamente porque las necesitaba.
Pero era ficción, pura mentira. Soy la persona más apegada a los afectos que conozco. Necesito de amigas, de familia, de amores, de mascotas, necesito todo eso; a las personas que me recuerdan quién soy. Pero en aquella época esa era la imagen que quería mostrar de mí y siempre tuve la encantadora habilidad de hacerle creer a la gente que el cielo se está cayendo, aunque sea un día de sol reluciente.
En el año 1998 mis padres habían comprado un terreno en un barrio privado (o country) a veinte minutos de la ciudad. Yo no quería mudarme allá, porque quedaba cerca del Patris, es decir: campestre en todos los sentidos, pero llegó el momento cuando mi papá anunció que ya no viviríamos más donde siempre, porque había empezado a construir una casa en el barrio privado. Para eso, tuvimos que vender el hogar donde viví 14 años de mi vida y mudarnos a una casa a media hora de ahí, más urbana, sí, y más cerca del colegio donde iba ahora y más cerca del centro y de los cines y de todas las cosas que siempre me habían quedado lejos.
Dicen que las mudanzas no son buenas para las personas en desarrollo mental y están en lo cierto, seguramente. Pero yo, que siempre fui diferente, gocé de la mudanza. El colegio me quedaba a diez cuadras (aunque jamás fui caminando, no señor), el centro a tres, peluquerías, gimnasios, cines, librerías, ¡todo cerca! Por primera vez en toda mi vida empecé a invitar amigas a comer, o a estudiar, o simplemente a tomar mate a casa (la nueva, que no quedaba en el pueblo). Así, de a poco, me alejé del grupete y empecé a conocer a otro grupo. Pronto éramos cuatro inseparables compañeras: Agustina C., Agustina A., Hary y yo.
Era la época cuando mis compañeras del colegio empezaban a ir a bailar. No es sorpresivo que a mí no me interesasen esas cosas ¿verdad? Así que mientras mis compañeras iban a llenarse de olor a humo la ropa y el pelo, y a tomar cerveza hasta vomitar y hablar pavadas, yo prefería quedarme en casa leyendo o mirando TV o simplemente escribiendo poemas para Cocol. Patética. Pero así era, así soy y las estadísticas pronostican que así seré toda la vida.
Solíamos juntarnos siempre en una casa diferente. Lo que a mí más me gustaba era ir a lo de Agustina A., porque vivía justo en el centro, en una cuadra llena de negocios, de gente, de vida. A veces nos quedábamos a dormir ahí. Aunque mis nuevas “amigas” me mantenían lo suficientemente ocupada como para pensar, todavía me sentía triste. Un sentimiento desgarrador, que me congelaba los intestinos y se transformaba en iceberg justo en el medio de mi garganta. Sentía ganas de llorar todo el tiempo. Y cuando digo “todo el tiempo” debe entenderse literalmente. No podía ver una película, ni hablar de temas que supiera de antemano me iban a conmover, porque una vez que empezaba a llorar ya no había vuelta atrás.
Alguien me había hecho daño, o yo me había hecho daño. En aquel momento preferí dar por sobreentendido que era Cocol la causa de mis males y de mi profundísima necesidad de morir. Que simplemente me sentía triste por estar viviendo la historia de un adverso amor no correspondido, donde Julieta (yo) estaba a punto de caer envenenada por sus propias lágrimas.
“Mamá, quiero ir al psicólogo”- le dije.
“Ay, Cielo, dejate de pavadas. No necesitas ir al psicólogo”- me contestó.

Y sentí que me moría. Porque cuando tenés catorce años y sos caprichosa y consentida, si tu mamá no hace las cosas por vos entonces son imposibles de conseguir. Necesitaba, o creía que necesitaba, la autorización de mamá para ir al psicólogo: de todas maneras, ella era quien pagaría las sesiones en tal caso, porque yo no había trabajado, ni ahorrado, ni salvado un centésimo.
Les expliqué a las dos Agustinas y a Hary lo mal que me sentía y ellas prometieron intentar ayudarme. Agustina A., siempre me escribía cartitas de apoyo: “vas a ver que vas a terminar con Cocol”, “seguramente van a ser novios” y demás demostraciones de aprobación hacia esa relación. Empecé a pensar que quizás Agus A. no estaba tan equivocada; que tanto amor tenía que desembocar en algún puerto y que el nombre de ese puerto empezaba con “C” y terminaba con “ocol”. Así, me instó a empezar a llamarlo por teléfono. Después de clases, me instalaba en un locutorio en frente de la casa de Agus A. y marcaba el teléfono de Cocol. A veces solamente preguntaba por él y después colgaba… pero después se me ocurrió algo más ingenioso.
Le pedía Agus A. que llamara a lo de Cocol y le sonsaque información: a dónde iba a bailar, si tenía novia, si tenía celular, si salía mucho, qué días se lo podía encontrar en el club de rugby, etc. Así, Agustina empezó a llamarlo, siempre en mi presencia y al finalizar la llamada me pasaba el parte: “no está saliendo mucho”, “está jugando los domingos a las 15hs”, bla, bla, bla. De esa manera, empecé a saber muchísimo más de Cocol y sus costumbres; ahora sabía de quién estaba enamorada, o al menos ahora tenía otros datos además de su nombre.
Mientras tanto Agustina C. estaba enamorada de Martín. Enamorada o le gustaba o lo que sea. Empezamos a ir a un bar donde también se bailaba. Solíamos ir los viernes. Las chicas se ponían nerviosas cuando un chico les hablaba y es entendible: nunca en sus vidas habían tenido contacto con chicos. Yo estaba un poco más acostumbrada a lidiar con los varones, no porque hubiera tenido novio, sino porque había tenido toda la vida compañeros en los diferentes colegios.
Agustina C., Agustina A., Hary y yo estábamos una noche tomando algo en el bar y simulando bailar sin que nos importase nada, cuando de repente se acercó Martín. La cara de Agus C. se desfiguró de sorpresa a miedo y de miedo a desesperación, tanto que decidió correr al baño. Martín y Agustina A. se quedaron hablando. Y yo unos centímetros más lejos con Hary.
“No te gusta Agustina?”- preguntó su homónima
“No, me gusta Cielo”- contestó Martín.
“¿Cielo? Uh… no, no. Cielo es una puta, está en otra cosa, completamente”- replicó mi MEJOR AMIGA.

Cuando le pregunté a Agustina por qué había hecho eso, me dijo que por el bien del grupo: que no quería que nos peleásemos por un chico (¡imbécil, ni siquiera servía para inventar excusas!). Que si Martín no quería estar con Agustina entonces que no iba a estar con ninguna de las otras integrantes del grupo. Está muy bien, acepto la regla (ni que me gustara Martín ¡puaj!) pero ¿qué necesidad había de decir que yo era una puta y que estaba “en otra cosa”? (como si me estuviera drogando, o haciéndome piercings en el clítoris, o fumando hierba taiwanesa). Ninguna necesidad. Simplemente Agustina A. era una pésima amiga y pésima persona (bueno, no por nada está hoy por hoy absolutamente sola y abandonada). ¿Quieren más? Les doy más.
A Agustina le perdoné lo de Martín. Con tal de conservar el único grupo de amigas que quería sinceramente, estaba dispuesta a soportar que una de ellas me llamara “puta” para defender los intereses de otra. Lo entendía; no me gustaba el método, pero lo entendía.
Otra noche, habíamos quedado en encontrarnos en la casa de Agustina C. para maquillarnos, cambiarnos, peinarnos y salir juntas las cuatro. Cuando llegué se había formado una especie de reunión o subgrupo. Allí estaban sentadas las dos Agustinas y Hary, que me dijeron muy seriamente: Cielo, no queremos salir más con vos. Me llevé una ingrata sorpresa y aún no entendía: ¿Qué pasó?
“Que ya no queremos salir con vos. Sentimos que vos sos la estrella –no me voy a olvidar nunca más de eso, la estrella- y que nosotras vamos atrás como si fuéramos tus esclavas. Todo el mundo te mira a vos y nosotras parecemos tus súbditas”. Ahora sí: necesitaba urgentemente un psicólogo o una sierra eléctrica para azotarme hasta la muerte, o mejor: azotarlas a ellas. Dejamos de salir juntas. Y poco tiempo después recibí una grata noticia que me alegró el corazón: Agustina A. estaba saliendo con Cocol. Por favor, depositen la sierra eléctrica en mi cuello. Muchas gracias.

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